Escuela, familia y redes sociales. ¿Quién educa a nuestros niños y niñas?

Dos jóvenes conversan mientras comen en una de las mesas disponibles en la Clariana de las Glòries. © Imágenes Barcelona / Àlex Losada

La educación es un trabajo colectivo. A los niños y niñas los educamos todos, incluso cuando pensamos que no lo estamos haciendo. Somos su modelo. La ciudadanía es corresponsable de la educación de las criaturas y son muchos los agentes que intervienen en este proceso. La labor de educar no es exclusiva de las familias; la comparten la escuela, los medios de comunicación, los clubes deportivos… Y en esta compleja tarea que es preparar a un niño o una niña para vivir en sociedad han irrumpido con fuerza la tecnología y las redes sociales. Hemos preguntado a expertos de varios ámbitos cómo y quién está educando a nuestros hijos e hijas.

La familia y la escuela son los puntales de la educación, son complementarios y deben ir de la mano. Pero los horarios laborales imposibles y los ritmos frenéticos que impactan en la conciliación nos convierten en padres hiperocupados (y, a menudo, también hiperprotectores). No podemos pedir a la escuela que haga lo que no hacemos en casa. La escuela educa, como deja claro el pedagogo Enric Prats, pero tiene sus carencias y necesita más recursos para atender la diversidad y la inclusión.

Mientras tanto, las tecnologías y las pantallas nos hacen la competencia. Están educando a nuestra juventud en sexualidad, hacen de canguro digital y de fuente de entretenimiento. Están presentes en la vida de los niños y niñas prácticamente desde que nacen. El 25% de los niños y niñas de diez años y el 70% de los de doce años utilizan el móvil de forma habitual, según datos del estudio Impacto de la tecnología en la adolescencia. Relaciones, riesgos y oportunidades, publicado por Unicef en 2021. Y no solo ellos. También los adultos. ¿Cuántas veces nos distraemos mirando el móvil mientras estamos con nuestros hijos? ¿Cómo podemos pedirles que no abusen de estos dispositivos cuando nosotros somos incapaces de ponernos límites? Los adultos nos informamos sobre educación y crianza a través de las redes y la famosa “tribu” son, ahora, también, los influencers.

El acceso de niños y niñas al móvil y, de paso, a la pornografía, es la preocupación de muchas familias. La pornografía es el patrón sexual en el que se reflejan los adolescentes, que acceden a imágenes de sexo explícito cada vez más pronto a través de internet. Algunos estudios ya hablan de los ocho años. A falta de una regulación, muchas asociaciones de familias se están organizando para retrasar la compra del primer móvil hasta los dieciséis años.

Antes solo teníamos que preocuparnos de lo que miraban en televisión. Ahora, el consumo de programación infantil se ha trasladado a las redes, donde la presencia del castellano, en detrimento del catalán, es mayoritaria. Lo que sigue igual son los estereotipos: a ellos se los educa como guerreros y triunfadores; a ellas, como cuidadoras y protectoras.

Y, mientras tanto, nos olvidamos de que las criaturas deben jugar, correr, saltar, trepar o hacer deporte. ¿Quién garantiza que los niños y niñas tengan tiempo para serlo?

Enric Prats

Enric Prats
Vicedecano de Estudiantes y Comunicación de la Universidad de Barcelona

Durante muchos años hacíamos la distinción de que la familia educa y la escuela enseña. De hecho, esto todavía ronda entre un buen número de profesionales y gente del sector. Definitivamente, la escuela educa. No tenemos ninguna duda al respecto. Lo quiera o no, la escuela y, por extensión, toda la educación obligatoria y posobligatoria se propone preparar para la vida, que sería la expresión más clara de lo que es educar.

No es solo enseñar, ni instruir, ni formar; educar es contribuir a conocerse mejor, a relacionarse con los demás y a saber cómo funciona el mundo para adaptarse a él y transformarlo. Por descontado, los actores destacados son los profesionales. De entrada, el profesorado, que tiene la responsabilidad principal.

Aceptaremos que quien aprende y se educa es el niño o niña, pero quien tiene la obligación profesional y el compromiso ético de tutelar este proceso es el profesorado, individualmente y también de forma colectiva. No es un docente quien educa, es todo un equipo: desde la conserje que da la bienvenida hasta la persona que administra la escuela, la que elabora y la que reparte el almuerzo y todo un grupo de adultos que están presentes en el día a día de la escuela. Todo el mundo educa, lo quiera o no; sea consciente de ello o no; lo haga mejor o peor. Efectivamente, en esta empresa está metida la escuela. Pero no lo hace sola. La implicación y la confianza de otras instancias es esencial: familias, administraciones, sector educativo en general… La sociedad educa y es necesario repartir bien las funciones y los roles de cada uno.

Marina Subirats

Marina Subirats
Experta en sociología de la educación y de la mujer

Uno de los principales valores transmitidos es la importancia de estudiar. Cuando preguntamos a chicos y chicas de institutos qué les piden sus padres, dicen: “Que estudie”. Es la demanda más generalizada y, a menudo, la única que mencionan. Sin embargo, un valor que no se les transmite es el de la responsabilidad. Cuando se pregunta a padres y madres a quiénes acuden en caso de enfermedad, de necesidad económica o de cualquier dificultad, casi nunca mencionan a sus hijos e hijas. Esto es síntoma de que se transmiten el individualismo y la sensación de tener derechos, pero no la de tener obligaciones. Un hecho muy importante para entender muchas de las conductas juveniles actuales.

En cuanto a las chicas, uno de los valores más transmitidos por los medios de comunicación, pero también por los progenitores, es el valor de la belleza, la atención a la imagen y el exhibicionismo; unos valores que, en cierto modo, están en los antípodas de los valores tradicionales transmitidos a las mujeres, que eran de modestia y discreción, aunque también subrayaran la imagen. Y las redes sociales han amplificado esta necesidad de exhibicionismo. A los chicos, en cambio, se les transmite que deben ser fuertes, triunfadores, valientes y competitivos. En el pasado esto era importante en sociedades peligrosas donde era necesario que alguien asumiera este rol de defensa. Sin embargo, ahora se canaliza de otras maneras, y eso explica que los chicos tengan más accidentes, por ejemplo. Se ha pasado de la fortaleza como necesidad social a la fortaleza como demostración de dominio e impunidad, en contra, a veces, de los más débiles.

Àlex Gutiérrez

Àlex Gutiérrez
Periodista, responsable de Media del diario Ara

Las pantallas han existido durante décadas —las llamábamos televisor— y ya hace unas cuantas generaciones que chicos y chicas miran una porción más que generosa de audiovisual a diario. Es una obviedad, pero cuando ahora hablamos del peligro de las pantallas parece que el problema sea el aparato. Y no. Lo importante es lo que se mira.

En las generaciones anteriores, la oferta de contenidos era limitada, la producían empresas con cierta noción de responsabilidad y resultaba fácil para las familias supervisar qué miraba un niño o niña. En cambio, el paradigma actual pasa por un catálogo casi infinito de vídeos. Los hay maravillosos que combinan belleza estética con contenido y valores, pero mezclados con otros pensados solo para mantener al usuario clavado en la pantalla. Descartarlos sería fácil, pero las redes de distribución, que también viven de los minutos consumidos, son cómplices y saturan sus motores de recomendación de contenido basura. Un grupo de pocas empresas tienen ahora el mando que antes estaba en manos de las familias.

Cuando termina un vídeo, enseguida empieza otro que puede estar en la línea del anterior… o no. No lo ha elegido el niño, ni el adulto, sino un algoritmo diseñado para anular la voluntad a base de estímulos aturdidores. Por eso es necesario exigir una regulación mayor al oligopolio que actualmente controla el tráfico en las autopistas de los contenidos, para que apliquen medidas reforzadas de protección a la infancia. El algoritmo, por mucho que quieran disfrazarlo de ente abstracto, es de todo menos inocente.

La explosión digital, además, ha tenido un efecto devastador en la cuota del catalán dentro de la programación infantil, ya que el consumo se ha desplazado a las redes, donde la presencia del castellano es abrumadora.

© Adriana Eskenazi © Adriana Eskenazi

Erika Lust
Directora de porno feminista e impulsora de The Porn Conversation

La pornografía y sus implicaciones en la educación sexual de la juventud han generado un intenso debate social. Los jóvenes de hoy en día está expuesta a imágenes que crean expectativas irreales sobre sus cuerpos, identidades y sexualidad, tanto en internet como en las redes sociales. De ahí, la importancia de una educación sexual adecuada. Es esencial comprender que la responsabilidad de educar recae en la sociedad y las instituciones educativas, no en la pornografía. El porno es ficción y su principal objetivo es excitar y entretener, no servir como tutorial explícito sobre sexo.

Así como la juventud hemos tenido que desarrollar habilidades de alfabetización mediática en un panorama político polarizado lleno de noticias falsas, también debemos ser alfabetizados en pornografía, puesto que la mayor parte la crean hombres y muestra un espectro muy estrecho de la sexualidad. Es fundamental ser alfabetizados en pornografía para comprender lo que vemos y saber que no necesariamente debemos reproducir lo que observamos.

Del mismo modo que muchos de nosotros nos hemos convertido en consumidores conscientes en lo que se refiere a nuestra alimentación y nuestra ropa, también debemos ser consumidores conscientes de pornografía. Es innegable que seguirá existiendo y se seguirá consumiendo. Sin embargo, es crucial destacar la existencia de alternativas que fomenten una visión más ética y responsable de la sexualidad, empezando por la educación y continuando por plataformas que ofrezcan una pornografía con una mirada distinta.

Anna Ramis

Anna Ramis
Impulsora de la campaña #de0a3PantallesRES

Los adultos utilizamos las pantallas en muchas facetas de nuestra vida, y esto está incidiendo en la relación y la configuración de la convivencia familiar. El tiempo que dedicamos a las pantallas, que no solo es laboral sino que también sirve para distraernos y comunicarnos, es tiempo que antes pasábamos con los hijos y que ahora no tenemos porque estamos gestionando mil cosas a la vez.

Hablamos mucho del uso que hacen los adolescentes de las redes sociales, ¿pero nos fijamos en que cuando llegan a casa tienen al padre o la madre delante de la pantalla del ordenador trabajando o haciendo scroll infinito en el móvil desde el sofá? ¿O en el niño pequeño que dice “mamá, mírame” cuando termina una construcción y recibe un “espera” como respuesta?

A mí, que una persona me ignore porque está mirando el móvil puede afectarme más o menos, pero que mi madre no me mire o me mire de manera discontinua porque su atención preferente está en las redes, la tableta, la pantalla o la tele, sí me afecta. Porque nos hacemos humanos a partir de la mirada y la atención de quien nos quiere. Decimos que los niños y niñas miran pantallas, pero esto es mucho peor: niños y niñas a los que no mira su adulto de referencia en edades en las que su cerebro se está configurando y necesita esta mirada para reforzar aprendizajes y configurar el lenguaje y la identidad. Y no somos conscientes de ello. Las pantallas en manos de los adultos nos distraen de mirar a las criaturas, algunas de las cuales ya están pidiendo a sus padres que dejen el móvil.

Manuel Armayones

Manuel Armayones
Coordinador del Behavioural Design Lab de la UOC

Cualquier sobremesa en la que aparezca el tema de la influencia de las redes sociales en la educación de los más pequeños suele acabar con dos posicionamientos enfrentados: por un lado, los que dicen que estamos en el siglo xxi y que los móviles no pueden ni deben dejarse de utilizar porque esto no es realista y atenta contra la libertad y, por el otro, los que consideran que deberían prohibirse completamente, como ya han hecho algunos institutos.

En medio puede salir alguna voz conciliadora diciendo eso de que la tecnología (teléfonos inteligentes y redes sociales incluidas) no es ni buena ni mala, sino que depende del uso que se haga de ella, que puede ser una herramienta docente como cualquier otra y que lo que hace falta es educar y generar espíritu crítico.

Lo que será más difícil de encontrar es alguien que diga que las redes sociales son herramientas que están diseñadas única y exclusivamente para enganchar en su uso y que esta capacidad de adicción no obedece a ninguna “conspiranoia”, sino al simple hecho de que es la vía para ganar mucho dinero. Y no sé si es porque hablamos de infancia y juventud, pero parece que la “culpa” de perder tiempo de estudio, de no concentrarse en casa o de ir con sueño a la escuela por haber estado mirando vídeos hasta altas horas recaiga solo en la juventud y, de rebote, en los padres, que no los educan suficientemente bien. ¿Os imagináis algo similar con el juego patológico o cualquier otra adicción conductual? ¡Sería como decir que la culpa es de la persona, que no tiene suficiente fuerza de voluntad! Ocurre lo mismo, pues, con las redes sociales.

Quizás es necesario hacer más investigación y ver, por ejemplo, cómo evolucionan distintas variables en cohortes de jóvenes que las utilizan de forma ilimitada, otros cuyo uso es controlado externamente y otros que no las utilizan en absoluto. Quizás nos sorprendería.

Monika Jiménez

Monika Jiménez
Doctora en Comunicación Audiovisual y experta en efectos de la publicidad

Se tiende a señalar la publicidad como responsable de muchas cosas, pero en sí no es ni buena ni mala, sino que lo son algunos de los elementos que utiliza. Recordemos que es una de las actividades más controladas y reguladas. El problema es que ni niños ni adultos tenemos herramientas para decodificarla.

La publicidad contribuye a construir la imagen corporal de niños y niñas. Y podemos constatar que no existe una diversidad en los modelos que se muestran, que están repletos de estereotipos. Ya podemos combatirlo desde la escuela y hacer el esfuerzo de decir que los juguetes no tienen género, que si después lo que ven son anuncios de juguetes donde las niñas adoptan roles de cuidados y los niños, de acción, esta perpetuación de estereotipos va calando. También pasa con los catálogos o los envoltorios de los juguetes, puesto que el concepto de publicidad es muy amplio.

El tipo de productos que se publicita también afecta a la infancia. Un ejemplo de ello son los anuncios de comida ultraprocesada: desde las imágenes hasta la música están pensadas para hacer de esta comida un producto atractivo e incitar a su consumo. Pero si bien los adultos tenemos herramientas para conocer los efectos negativos que tienen sobre la salud, los niños y niñas, no.

Y no es cierto que los niños y niñas no miren la televisión. La primera infancia todavía la mira y muchas marcas prefieren saltarse el horario protegido y pagar la multa. En las redes, donde los adolescentes están más presentes, los influencers también deberían informar de los contenidos que son publicidad.

Claudia Diaz Clàudia Díaz

Clàudia Díaz i Carmen Granados
Expertas en juego infantil

El juego es probablemente la herramienta más autoeducativa de la que disponen los niños y niñas. Pedagogos como Francesco Tonucci, Alexander Neill y Maria Montessori basaron sus propuestas pedagógicas en la confianza absoluta de que los niños y niñas tienen la capacidad de dirigir su propio aprendizaje.

Carmen Granados Carmen Granados

Quizás estos modelos educativos son una quimera en nuestro país. Como sociedad, vamos en la dirección contraria. ¿Quién educa a nuestros hijos? Ahora mismo, un caos inmenso que pasa por pantallas, padres hiperocupados e hiperprotectores, y un sistema educativo desbordado. Con todo ello, perdemos de vista el gran déficit de juego autónomo que tienen nuestros niños y niñas.

Olvidamos que, si no hay tiempo para jugar sin supervisión adulta, es difícil aprender a relacionarse, a autorregularse, y a gestionar frustraciones y conflictos. Hemos relegado el juego a una actividad secundaria, olvidando que se trata de una necesidad vital, como lo son comer y dormir. Confundimos entrenos y extraescolares con el juego libre y autónomo.

Una sociedad que valora el juego se ocupa de que los niños y niñas estén seguros jugando en la calle, garantiza que en las aulas haya espacio para el juego (como mínimo, hasta los doce años) y tiene leyes de conciliación que permiten a los padres atender a sus hijos en horarios dignos. Velar por el juego de calidad se traduce automáticamente en un mejor sistema educativo, en un país más seguro y en familias más relajadas. ¿A alguien se le ocurre una inversión mejor?

© UOC © UOC

Xavier Pastor
Profesor de la UOC, experto en resolución de conflictos

Más allá de los beneficios físicos, practicar un deporte, desde un punto de vista educativo, tiene dos vertientes muy interesantes: la competición y la colaboración. Una competición deportiva es una simulación de cualquier situación de la vida. En cuanto a la vertiente colaborativa, enseña a los niños —y no tan niños— a formar parte de un grupo para conseguir un objetivo. Para jugar deben colaborar y pasarse la pelota, recordar las jugadas, pensar en el otro y comunicarse. Tienen que saber qué deben hacer ellos y qué deben hacer los demás. Fortalece la empatía y crea vínculos. Y todo esto ocurre en el marco de una actividad competitiva. Tienen que competir y mostrar sus habilidades en un terreno de juego donde hay niños, niñas y jóvenes que deben hacer lo mismo para conseguir un objetivo. Marcar o encestar es la finalidad, pero existe otra primaria, que es practicar el deporte y aplicar todo lo que saben. Son dos funciones que se dan en la vida. En una empresa, colaboras con los compañeros y también existe un objetivo competitivo, que es que el cliente compre el producto.

Es importante que los niños sepan gestionar situaciones de conflicto. Para mí, la competición no es conflictiva en sí, porque forma parte de la organización del juego. El conflicto surge cuando esto se vive de forma adversarial, hasta el punto de que, para lograr el objetivo finalista, te saltas las reglas del juego o te sirves de la violencia.

Y, desgraciadamente, entrenadores y profesores a veces ponen más énfasis en este objetivo finalista que es ganar que en la práctica del juego en sí. El deporte no es solo un espacio de simulación para aprender y jugar, sino para poner en práctica principios básicos para prevenir y resolver cualquier conflicto de forma dialogada.

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