Menos cuanta más falta hacía: la crisis energética

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

En un mundo cambiante y más complicado por culpa del cambio climático, es necesario abandonar la idea suicida del crecimiento perpetuo en un planeta finito y empezar a hablar de decrecimiento, de relocalización y de racionalización de las ciudades. Porque el planeta no puede absorber todos los desechos que generamos y tampoco puede darnos todos los recursos energéticos que queremos consumir a una velocidad creciente.

Acabamos de vivir un verano tórrido. Este año las olas de calor se han sucedido, y no solo desde principios de verano: las dos primeras fueron en primavera. Para la mayoría de la población es evidente que tenemos un problema con el cambio climático, que forma parte del cambio global al que está sometido el planeta por culpa de la acción irreflexiva y extralimitada del ser humano. También para la mayoría de la población resulta obvio el terrible precio que se paga y se pagará a causa de este tiempo cada vez más inclemente: las muertes por las olas de calor, los incendios forestales, las cosechas escasas, por no hablar de quiebras… Y lo que solo intuimos que está por llegar: este Mediterráneo a 6 °C por encima de los valores medios solo puede anticipar fuertes tormentas durante el otoño y el final del año.

Ante este reto colosal, ¿cómo hemos reaccionado durante todos estos años y cómo reaccionaremos al mayor riesgo existencial para la continuidad de la especie humana sobre el planeta? Las grandes ciudades, como Barcelona, ¿están preparadas para hacer frente a este desafío? Y si no lo están, ¿qué deben hacer?

Hasta ahora hemos reaccionado mal. En medio de esta obvia e inexcusable emergencia climática, la respuesta de la Unión Europea ha sido decepcionante: primero, en enero declaró que la energía nuclear y el gas entraban dentro de la taxonomía verde. Pero en mayo la reacción fue aún peor: la Comisión aprobó el paquete de medidas REpowerEU, con el voto a favor de todos los estados de la UE, según el cual se prevé aumentar el consumo de carbón (el combustible que más CO2 emite por unidad de energía producida) en un 5% respecto a los valores actuales. Esta decisión podría no parecer tan grave, pero lo es por dos motivos. Primero, porque en la Unión Europea hoy el carbón todavía representa el 14% de toda la energía primaria consumida y es una fuente mayoritaria en algunos países como Polonia. Y segundo, porque de acuerdo con el informe AR6 del Grupo III (Mitigación) del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado en abril de 2022, deberían cerrarse todas las centrales térmicas de gas y carbón antes de 2030 para evitar el calentamiento catastrófico del planeta. Para echar leña al fuego, el plan REpowerEU establece que este aumento de consumo de carbón será “temporal”: solo quince años. Es decir, hasta 2037, siete años más allá del límite previsto para evitar la catástrofe.

Estos días me preguntan a menudo: ¿qué ocurre con la transición energética? ¿Y con la voluntad de descarbonizar la sociedad? ¿Hemos renunciado a la lucha contra el cambio climático? Esto nos lleva a otra cuestión: ¿qué hemos hecho en estos años para luchar contra el cambio climático? Y la respuesta es sencilla: nada o prácticamente nada. Por más retórica que se ponga sobre la mesa, las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) del mundo han crecido sin cesar en las últimas décadas; solo crecieron algo menos durante la crisis económica de 2008 y los meses de confinamiento por culpa de la covid-19 en 2020. Toda la mejora pretendida de las emisiones de GEI de la Unión Europea se ha hecho a copia de externalizar a China las actividades más contaminantes, para que el CO2 se computara allí. Además, las emisiones totales aumentan por culpa del transporte en barco de materias primas hacia China y de productos elaborados hacia aquí. Una evaluación reciente de la huella real de CO2 mostraba cómo nuestras emisiones son un 30% superiores a las declaradas, si tenemos en cuenta las asociadas a nuestro consumo de productos de China.

¿Entonces esto significa que la transición a las renovables es inútil? Esta falta de cambios reales y radicales en las emisiones de GEI, ¿no debería espolear el aumento de instalaciones renovables? Pues no. Porque, a pesar de que nadie lo reconozca, las renovables a escala masiva no son competitivas económicamente, y aquí lo único que importa —y que siempre ha importado— es la economía. No haremos nada que perjudique a la economía, y el modelo de transición renovable que se publicita no permite mantener un sistema económico en continuo crecimiento, que es la base de nuestro sistema capitalista. No es que las renovables eléctricas (las únicas de las que se habla, como si no hubiera otros modelos de aprovechamiento renovable) sean inútiles: tienen su nicho, su abanico de aplicaciones y su ventana de aportación. Pero es totalmente irreal plantear que las renovables eléctricas sustituirán todo el consumo energético actual y que seguiremos haciendo las cosas tal y como las hacemos ahora. Faltan materiales críticos para realizar el despliegue a la escala que se necesitaría, faltan combustibles fósiles y, además, no siempre es fácil aprovechar la electricidad. He aquí la madre del cordero: por mucho que se nos quiera hacer creer que todos tendremos coches eléctricos, no será viable por una miríada de razones, empezando por la escasez de materiales para las baterías. El hidrógeno verde es incluso peor como vector energético: es difícil de manipular, también requiere muchos materiales escasos y las pérdidas energéticas de la transformación de electricidad a hidrógeno son prohibitivas, hasta el punto de que el propio informe del Grupo III del IPCC dice que la tecnología del hidrógeno no está madura para su implantación masiva.

¿Significa esto que estamos condenados a incrementar sin parar las emisiones de CO2 para no detener este sistema económico enloquecido, ecocida y suicida? Si fuera por el sistema económico, sin duda. Pero ya no solo depende de él. En esta religión del crecentismo que quieren hacer pasar por “teoría económica” no se contempla que el planeta impone límites biofísicos, porque, a pesar de ser enorme, no deja de ser una bola redonda y, por tanto, finita. Los devotos de la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Crecimiento (INSPC) son incapaces de comprender que no solo el planeta no puede absorber todos los desechos que generamos, sino que tampoco puede darnos todos los recursos que queremos consumir a una velocidad creciente.

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza Ilustración. © Susana Blasco / Descalza

La ofuscación doctrinal de los fieles de la INSPC es tal que no comprenden un concepto básico como el del peak oil, o cenit de producción de petróleo, aunque lo tienen delante de las narices. ¿Qué es el peak oil?, se preguntará el lector que no conozca el concepto. Lo explicaremos con un ejemplo sencillo. Una persona tiene unos manzanos. Coge las manzanas, empezando por las que cuelgan de las ramas más bajas. Sus manzanas son tan buenas que empieza a regalarlas, a hacer tartas… Ha calculado cuántas manzanas hay en los manzanos, y tiene de sobra para pasar todo el otoño. Pero no ha calculado que cada vez le cuesta más cogerlas. Las manzanas están ahí, es cierto, pero se encuentran en ramas más altas, en lugares más difíciles de acceder o, incluso, de encontrar. Debe hacer cada vez mayores esfuerzos para conseguir las manzanas, y llega un momento en el que empieza a no encontrarle sentido. Al final, cosecha cada vez menos manzanas, solo las que puede coger dedicando un tiempo razonable y, simplemente, hace menos cosas con ellas.

Esto mismo ocurre con el petróleo. A pesar de las mejoras técnicas introducidas a lo largo de las décadas, el que queda es cada vez más difícil de extraer, más caro y de peor calidad. Esto se sabe desde hace 50 años, cuando el geofísico Marion King Hubbert lo dijo por primera vez. Ahora bien, con las mejoras en la exploración y la extracción se logró seguir aumentando la disponibilidad de petróleo cada año hasta 2005, más o menos la fecha que había predicho Marion King Hubbert en 1970. En ese momento, la producción de petróleo crudo convencional tocó un máximo; posteriormente, no ha subido más y cada vez cae más rápido. Para compensar esta caída se han introducido otras muchas sustancias: petróleos no convencionales, sucedáneos imperfectos. Pero estos petróleos no convencionales tienen también sus límites y son más caros de producir. Peor aún, las petroleras pierden dinero, a manos llenas. Por eso, desde 2014, el conjunto de petroleras del mundo ha reducido un 60% el gasto en la búsqueda y explotación de yacimientos de petróleo. Ya no queda petróleo rentable en el mundo: todavía se encuentran y explotan algunos yacimientos pequeños, pero hace décadas que cada año solo se encuentran 5.000 nuevos millones de barriles, mientras que consumimos 36.000 millones. Desde 2018, la producción total de petróleo (convencional y no convencional) cae, y ya ha descendido un 5%.

Falta petróleo, pero, además, no se invierte en refinerías por el mismo motivo: porque las petroleras no podrán rentabilizar la inversión. Esto hace que algunos combustibles sean más difíciles de producir y afecta especialmente al diésel y al queroseno. La producción de diésel cae más deprisa que la de petróleo: ya estamos un 15% por debajo de los niveles de 2015 y vamos a peor. Y el diésel es la sangre del sistema: toda la maquinaria va con diésel. Estamos viendo problemas en muchos países, en todos los sectores: transporte, minería, pesca, agricultura…

El problema de la caída de producción no se da solo en el petróleo. El carbón tocó techo en 2019, aunque la producción todavía se mantiene en un plateau ondulante. En peor situación se encuentra el uranio: tocó techo en 2016 y la producción ha caído ya un 24% —¿entendemos ahora por qué Francia tiene la mitad de las centrales nucleares paradas?—. En cuanto al gas natural, todavía no ha llegado al máximo de producción, pero casi, y para Europa es ya como si hubiera tocado techo.

Todo esto ocurría antes de la guerra en Ucrania: fue la causa de los elevados precios de finales de 2021. La guerra solo ha acelerado este proceso. Cuando termine, esperemos que pronto, no volveremos a lo que había antes: simplemente habremos avanzado más en la espiral de descenso energético y degradación ambiental.

¿Quiere decir que no podemos hacer nada? Por supuesto, que podemos. Ante todo, hay que abandonar la idea suicida del crecimiento perpetuo en un planeta finito. Debemos empezar a hablar de decrecimiento. De relocalización. De racionalización de las ciudades. De huertos urbanos y periurbanos. De las infraestructuras que necesitaremos cuando no tendremos coches. De cómo transportaremos las mercancías sin tantos camiones. Y todo esto tendremos que hacerlo en medio de un mundo cambiante y más complicado por culpa del cambio climático. Un mundo en el que queremos vivir y que tendremos que hacer mucho más habitable que el actual. ¿Cuándo empezamos a hablar de ello?

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