La nada en Barcelona

Ilustración ©Mariona Cabassa

Todavía no se había cumplido un año de los Juegos Olímpicos y ya costaba mucho encontrar trabajo. Lo comentaba con la chica que tenía detrás, en la cola, en la deprimente oficina del Servicio de Empleo ubicada en el barrio Gòtic. Tenía unos treinta y cinco años. Era físicamente atractiva. Morena, de ojos grandes y claros.

Llevaba una minifalda negra bastante ceñida y una camisa blanca de hombre con las mangas arremangadas y desabrochada dos o tres botones, justo para que se le insinuara el comienzo de los senos. La cola era larga, y nuestros comentarios, cortos. Charlábamos de todo y de nada. Y nos mirábamos. Nos evaluábamos. También podía intuir qué había visto en mí: a un hombre de su edad, más bien alto, de pelo largo y manos grandes, que probablemente había sido atractivo, pero que ahora se deslizaba tobogán abajo sin perspectivas de evitar el batacazo.

En cualquier caso, la fila de parados es la de los perdedores. Y es difícil perderlo de vista.

Nos presentamos. Se llamaba Magda. Me explicó que había trabajado en una distribuidora de libros y que llevaba medio año buscando trabajo. Me pidió que le contara algo de mi vida. Me hice el remolón. O lo explico bien o no lo explico. Magda me miraba cuando pensaba que yo no me daba cuenta. Se pasaba la lengua por los labios. Seguimos hablando de esto y de aquello. Conversaciones de parados. Ideales para un día de primavera a las cinco de la tarde. Hicimos nuestra gestión y salimos a la calle.

—¿Qué sabes del mundo del maquillaje? —me preguntó.

Me cogió por sorpresa.

—Nada.

—¿Me acompañas a la Beauty Opportunity? Está en la Zona Franca. Tengo coche.

—¿Qué es?

—Un concurso de maquillaje. Una vez al año, el macroalmacén Màximum lo organiza. Me he apuntado. La ganadora recibe como premio un paquete de productos de maquillaje carísimos.

Acepté acompañarla. Entre otras razones, porque no tenía nada mejor que hacer, y Magda, cada vez que se pasaba la lengua por los labios, era como si me agarrase de los cojones y me tirara hacia ella.

Nos alejamos de la oficina del INEM. Caminamos hasta un Seat 127 rojo bastante antiguo. Una vez dentro, abrió la guantera y sacó una botella de whisky DYC. Desenroscó el tapón y echó un buen trago. Me lo pasó y yo también bebí.

En pocos minutos Magda se plantó en la Zona Franca, tierra quemada, tierra conquistada, donde nadie quiere ir, ni a trabajar ni a nada. Pero, a veces, hay que ir.

—Vamos a la calle D, entre el 4 y el 5 —me informó.

Dejó atrás una especie de laberinto de depósitos de combustible, cilíndricos y gigantes, alineados. Pasamos por la explanada inmensa de la terminal TIR abarrotada de camiones gigantes con nombres y colores tan sugestivos como Willy Hetz (amarillo), Mazinter (blanco), Kolumbus (blanco y azul), Transflash (gris), Intertraffic (azul y amarillo), Haniel Spedition (plateado), Framptons (naranja calabaza). Vi una grúa. Pensé que nos cogería y nos metería en un barco-contenedor con destino desconocido.

En el aparcamiento de Màximum había bastantes vehículos aparcados. Muchas chicas con bolsas, maletitas o cajas de maquillaje hacían cola disciplinadamente en la puerta, inquietas. Magda se sumó a ellas.

La miré mientras entraba: era guapa. Estaba en paro. Y necesitaba presentarse a un concurso estrambótico.

Caminé por el aparcamiento. Me senté en el suelo, a la sombra, apoyado en una rueda gigante de un camión. Eché un par de sorbos más de whisky DYC. A la izquierda veía una de las puertas laterales del almacén. Ni un alma a la vista. A la derecha, no muy lejos, una de las entradas del aparcamiento y la calle. No hay nada peor que la Zona Franca. Por un instante parece ser infinita. Y entonces se te cae el alma a los pies.

Pensé en Magda y me incorporé. Me dirigí hacia la entrada de Màximum. El espacio habilitado para el concurso era bastante siniestro: una nave con unas cincuenta mesas con espejos de sobremesa formando diez filas de cinco. Algunos acompañantes (padres, madres, amigas, novios…), en un espacio aparte, sentados en incómodas sillas plegables, lo miraban, aburridos. Por el contrario, las chicas estaban concentradas como si se examinaran. Localicé a Magda. Me acerqué a ella sin que nadie me lo impidiera. Me vio y gritó:

—¡Ven, ayúdame!

—¿Cómo? No sé nada de maquillaje.

—¡He perdido una lentilla! Cuando me la he quitado, se ha caído al suelo. ¡Búscala, por favor!

Estaba nerviosa. Llevaba unas gafas de pasta horribles. Era evidente que nunca se las ponía. Eché un vistazo bajo la mesa. El suelo era oscuro y estaba sucio. Olfateé mi propio aliento de whisky DYC y el tufo de maquillaje. Empecé a tambalearme ridículamente a cuatro patas.

No encontramos la lentilla.

Se derrumbó completamente como un monigote y dijo:

—Basta.

Se quitó el maquillaje con desmaquillador y, a continuación, se embadurnó la cara de colcrem. Una vez con la cara limpia, se puso las gafas, metió sus cosas en la caja de maquillaje de cualquier manera y me dijo:

—Larguémonos de aquí.

La voz de decepción de Magda provenía de un lugar mucho más profundo que aquella estúpida competición de maquillajes. Y esa lentilla perdida era mucho más que una simple lentilla.

Una vez fuera, Magda tiró la caja de maquillaje a una papelera.

—A tomar por el culo… —dijo entre dientes.

Subimos al coche. Le pregunté a dónde íbamos. Me dijo que no lo sabía. Ningún problema, era un destino que yo conocía bastante.

Fue un trayecto de tres minutos. Se detuvo frente a un hotel en la calle K, cerca de Mercabarna. Tres estrellas. Magda aparcó con maña entre dos camiones. Salimos del coche. Me comunicó que nos quedaríamos a dormir. Aquí mismo, en la Zona Franca.

—No te preocupes, te invito —dijo.

Cogió dos habitaciones individuales. La clientela era gente de Mercabarna, del aeropuerto, también algunas putas, discretas.

Con las llaves de la habitación en la mano, nos sentamos en la barra. No hice preguntas. No quería saber por qué una chica como Magda me había llevado a un hotel. Ella tampoco me contó nada más. Nos bebimos una botella de vino blanco frío y picamos patatas chips. Bebimos en silencio. Quizás porque ambos teníamos demasiadas cosas en las que pensar. Cuando terminamos la botella, me dijo de repente que subía a la habitación. No nos dimos ni un beso. Ni nada.

Me quedé solo en la sala. Fuera, un tráiler que transportaba a diez por hora un pedazo gigante de puente o una columna inmensa de cemento armado pasaba por delante del hotel. Un ovni en pleno atardecer de primavera.

Todavía era muy pronto. Curioseé una revista antigua. Había un reportaje sobre la final del campeonato del mundo de ajedrez de 1985. Kaspárov versus Kárpov. Esto es lo bueno de viajar (aunque sea a la Zona Franca), pensé. Acabas por curiosear una revista que jamás en la vida mirarías en tu casa.

Cinco minutos más tarde subí a la habitación. Me tumbé en la cama sin desnudarme. Se oía el zum-zum de la máquina de venta de bebidas del pasillo.

Llamaron a la puerta.

Después de hacer el amor, nos entretuvimos mirando la tele. Una presentadora muy extremada entrevistaba a un veterano cantautor reconvertido en cantante de rancheras que no paraba de hacerle insinuaciones de lo más evidentes. Y a mí me gustaba porque estábamos desnudos y hacíamos muchos comentarios irónicos sobre la situación. Y mientras tanto, la chica se apoyaba en mi hombro derecho para observar el exterior a través de la ventana abierta: vimos a un hombre en la calle, parado, esperando. Detenerte en la Zona Franca es como detenerte en medio de una autopista. Peor, todavía: ni siquiera tienes la esperanza de que haya cerca ningún teléfono SOS. Te sientes insignificante, canijo. Acabas contagiándote de la desolación del ambiente.

Nos acabamos la botella de whisky DYC.

—¿Bajamos a cenar?

—Sí.

—Hay momentos en que necesitamos a alguien al lado —dijo Magda mientras sonreía. Y se agarró más a mí.

El whisky DYC hacía estos milagros. No entiendo por qué los entendidos lo desprecian tanto.

Le devolví la sonrisa porque todo aquello era realmente curioso. Y porque debería estar prohibido que unos parados como nosotros, en vez de buscar trabajo, dilapidaran el dinero del subsidio de esa manera.

Tan poco productiva.

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