El cerebro de los adolescentes, una época de cambio y transformación

Ilustración. ©Genie Espinosa

Durante la adolescencia se producen cambios morfológicos y fisiológicos que afectan profundamente al cerebro. De forma instintiva, se busca romper los límites establecidos y se cuestiona todo lo aprendido durante la infancia, como forma de adentrarse en el mundo de los adultos.

La adolescencia es una etapa crucial de la vida, un espacio de cambio y transformación en el que se edifica lo que será la juventud y la edad adulta. Biológicamente, el sentido adaptativo de la adolescencia es dejar atrás los comportamientos infantiles, cuando se depende de todo y para todo de los adultos, para ser un adulto más, en igualdad de derechos y responsabilidades. Se producen cambios morfológicos y fisiológicos que afectan profundamente al cerebro. Progresivamente van madurando las capacidades cognitivas y se modifican los patrones de comportamiento, a menudo de forma asincrónica. Se reestructuran muchas redes neuronales, siguiendo programas biológicos y genéticos, pero también en interacción dinámica con el ambiente. Se establecen multitud de conexiones neurales nuevas que permiten almacenar los aprendizajes y las experiencias propios de la edad y que construyen los nuevos patrones de conducta, a la vez que también se produce un proceso de eliminación controlada de otras conexiones neurales, básicamente las que mantenían los comportamientos infantiles, un proceso que se conoce con el nombre de poda neural.

Todos estos procesos, sin embargo, no se producen de forma aislada, sino que se sustentan en las experiencias vividas durante la infancia y la preadolescencia. Este artículo desgrana algunos de los puntos clave del desarrollo cerebral y mental de los adolescentes, y expone la importancia de mantenerlos estimulados, de darles apoyo emocional sin sobreprotegerlos, de ofrecerles buenos ejemplos y ayudarlos a mantenerse alejados del estrés crónico.

La construcción del andamio principal

El cerebro es un órgano que se encuentra en un proceso de formación y reestructuración constante, lo que conlleva la maduración progresiva de las funciones mentales y de las capacidades cognitivas. Estos cambios no son lineales, sino que en determinados períodos vitales los programas biológicos y genéticos intrínsecos del cerebro priorizan el establecimiento de determinadas conexiones neurales, lo que condiciona —pero no determina— los patrones de conducta en las etapas posteriores de la vida. Por eso, para hablar del cerebro de los adolescentes es necesario empezar por la infancia. E incluso antes, por el desarrollo fetal.

Varios trabajos han demostrado que durante las últimas semanas de desarrollo fetal el cerebro realiza los primeros aprendizajes, que quedan plasmados en conexiones neurales. Por ejemplo, se ha visto que los niños nacidos de madres que sufrieron niveles moderados o altos de estrés psicosocial durante la segunda mitad de la gestación presentan una reducción en el volumen de sustancia gris del cerebro y un déficit en el control de las funciones ejecutivas, que incluye alteraciones en la conectividad de la corteza prefrontal y de las amígdalas. La corteza prefrontal incluye las redes neuronales que permiten reflexionar, planificar, decidir basándonos en los razonamientos realizados y gestionar las emociones. La amígdala, a su vez, es la zona que genera las emociones, y es de funcionamiento muy automatizado.

Entre el nacimiento y los tres años, el cerebro favorece el establecimiento de conexiones neurales que absorben información del entorno, con un énfasis especial en el entorno socioemocional. Esto permite que los patrones de conducta de los niños se adapten al medio en el que viven. Dicho de otra forma, el entorno actúa directamente sobre la estructura física del cerebro a través del establecimiento de conexiones neurales, que condicionan los patrones de conducta posteriores. Por ejemplo, se ha descrito que el estrés familiar y social influye en la conectividad de diversas áreas de la corteza cerebral relacionadas con la gestión emocional, lo que induce a comportamientos más impulsivos y a un incremento de la probabilidad de sufrir depresión en etapas posteriores de la vida. También disminuyen la curiosidad y la creatividad, especialmente a partir de la adolescencia.

Entre los cuatro y los once años destaca el desarrollo de lo que se denominan competencias básicas, que derivan de los tres parámetros clave en educación: convivir, hacer y saber (por este orden). En este sentido, destaca especialmente la maduración de la denominada teoría de la mente. Es la facultad mental que permite que tengamos en cuenta los estados mentales de otras personas sin suponer que sus ideas o pensamientos son como los de uno mismo, y viceversa. También implica distinguir entre una acción y el objetivo al que está orientada esta acción, aunque este objetivo no se haya revelado de forma explícita. En esta función mental participan diversas áreas del cerebro, como la corteza prefrontal y otras zonas implicadas en la empatía. Es también la época del desarrollo de las capacidades lógico-matemáticas, de la lectoescritura, de potenciar la memoria per se y, también, de dar valor al esfuerzo.

El esfuerzo merece un punto específico, dado que es una capacidad crucial para seguir avanzando en la vida. Se ha visto que, cuando una persona percibe que el esfuerzo que debe hacer para conseguir un hito es realizable y además anticipa que el proceso le resultará satisfactorio (o premiador), se activan mecanismos cerebrales vinculados a la motivación y al optimismo que lo favorecen. Es importante, por tanto, que se valore el esfuerzo que hacen los niños por sí mismo, más allá de la consecución de los objetivos que se hayan marcado o que les hayamos marcado, para que descubran el valor y la importancia de este proceso cognitivo que permite desplegar los recursos necesarios para vencer las dificultades y ser resilientes.

De manera similar, se ha visto que una crianza positiva, en comparación con una negativa, favorece el empoderamiento al llegar la adolescencia, e incrementa la confianza en los recursos propios, la curiosidad, la creatividad, la motivación y el optimismo. La crianza negativa se caracteriza por poca o nula calidez afectiva y por la reprobación en negativo de las actitudes que se deben reconducir en los niños (por ejemplo, “qué desastre”, “nunca haces nada bien”, “cuántas veces tengo que decirte que…”). La crianza positiva, en cambio, es todo lo contrario: apoyo emocional no sobreprotector y reconducción positiva, propositiva y proactiva de las actitudes que haya que enmendar (por ejemplo, “esto lo podemos hacer mejor, o de otra forma”).

Con todo esto se construye el andamio básico sobre el que se levantará la adolescencia. Sabiendo que todo se puede reconducir porque el cerebro sigue siendo extremadamente plástico y maleable. Pero este andamio contribuye a preconfigurar el cambio hacia la juventud y la edad adulta.

Cambios en el cerebro adolescente

La adolescencia es, como se ha dicho, una época crucial de cambio y de maduración, en la que hay que tener en cuenta varios elementos. Uno de los más evidentes es el retraso del ciclo circadiano, que marca los estados de sueño y de vigilia. Es un ciclo biológico que dura aproximadamente 24 horas y que se genera de forma automática gracias a determinados procesos genéticos, neuronales y fisiológicos. Este sistema permite que las funciones corporales empiecen a activarse un poco antes del despertar, y en el crepúsculo facilita la relajación que precede a un buen sueño.

Durante la adolescencia, debido a la maduración de la glándula pineal y de otras zonas del cerebro implicadas en el control del ritmo circadiano, este ciclo se altera. La somnolencia nocturna se inicia más tarde, y por la mañana el cuerpo y el cerebro también comienzan a activarse más tardíamente que durante la infancia y la edad adulta. Este hecho, combinado con los horarios que deben seguir de forma habitual, comporta en algunos adolescentes una falta de descanso, que se ha visto que disminuye el rendimiento cognitivo e incrementa el estrés.

También se producen cambios en tres zonas clave del cerebro, que permiten entender muchos de los comportamientos que muestran. Por un lado, la amígdala, que es el núcleo neuronal que genera las emociones, se vuelve hiperreactiva. Esto implica que responde más rápidamente y con mayor intensidad de forma emocional ante cualquier situación. Este hecho tiene una explicación biológica. Los adolescentes deben enfrentarse por primera vez a situaciones de adulto sin tener el bagaje de experiencias que los adultos han acumulado con el tiempo. Ante una situación nueva, a menudo no saben si puede ser una amenaza o una oportunidad, y necesitan reaccionar con rapidez. Esta es, precisamente, la función del sistema emocional: generar respuestas rápidas ante situaciones que se perciben como urgentes.

De forma paralela, la corteza prefrontal se reorganiza profundamente. Adquiere muchas conexiones nuevas y elimina otras que tenía, lo que hace que pierda, temporalmente, eficiencia de funcionamiento. La función de la corteza prefrontal es permitir y gestionar la reflexión, la planificación, la toma de decisiones basadas en los razonamientos que se han realizado y la gestión de los estados emocionales. No es que los adolescentes no puedan realizar ninguna de estas funciones cognitivas. Por supuesto que pueden, pero les cuesta más esfuerzo y más tiempo. Tienen emociones hiperreactivas y más dificultad para gestionarlas y para reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.

Además, se ha visto que el estrés, especialmente cuando es crónico y de intensidad moderada o aguda, dificulta aún más el funcionamiento de la corteza prefrontal, con todo lo que ello implica. Y, por si fuera poco, el nivel de estrés de los adolescentes suele ser algo mayor que el de niños y adultos. Por eso es importante que, cuando queramos que los adolescentes tomen decisiones razonadas, reflexionen, planifiquen y se hagan cargo de sus propias emociones, rebajemos su nivel de estrés o, al menos, no utilicemos estrategias que los estresen todavía más. Esto no quiere decir que no los podamos amonestar para no “estresarlos”. Por supuesto que, si es necesario, debemos hacerlo. Pero siempre buscando el momento de menos estrés, haciéndolo de forma positiva, propositiva y proactiva, y sin dejar de apoyarlos emocionalmente. Transmitiéndoles confianza en el proceso.

Rompiendo los límites

Los adolescentes también buscan de forma instintiva romper los límites establecidos (personales, familiares y sociales), como forma de cuestionar todo lo aprendido durante la infancia y de resituarse entre sus iguales para adentrarse en el mundo de los adultos. Este hecho se debe a la maduración de otra zona del cerebro, el estriado, encargada de generar sensaciones de recompensa y de anticipar recompensas futuras por las acciones que se emprenden ahora. Por eso está íntimamente relacionada con la motivación y el optimismo, y con el hecho de buscar novedades que puedan ser premiadoras. Esto los impulsa a probar nuevas experiencias y sensaciones, a romper con los límites establecidos y a valorar de forma muy intensa los refuerzos que les llegan de su entorno, tanto de los adultos como de sus iguales, y con independencia de que sean positivos o negativos. Esta búsqueda de nuevas sensaciones que generen recompensas tampoco encuentra un contrapeso adecuado en la capacidad de controlar los impulsos durante esta etapa vital, por la pérdida de eficiencia de funcionamiento de la corteza prefrontal y la hiperreactividad emocional.

En conjunto, la hiperreactividad emocional, combinada con la búsqueda de nuevas sensaciones premiadoras y con una baja capacidad de control ejecutivo de los impulsos y de la conducta en general, genera las contradicciones y los altibajos típicos de la adolescencia. Son inevitables, y lo importante desde la perspectiva formativa no es que no se produzcan, sino que, poco a poco, se vayan reconduciendo hacia comportamientos más adultos. El problema principal surge cuando un adolescente o un grupo de adolescentes perciben como premiadoras actitudes que resultarán lesivas para sí mismos o para la sociedad, como puede ser el caso de iniciarse en el consumo de sustancias tóxicas.

Finalmente, es necesario enfatizar que el estrés, cuando se cronifica, se convierte en el principal escollo para la correcta maduración del cerebro de los adolescentes. Acentúa la impulsividad emocional y dificulta el establecimiento de patrones de razonamiento reflexivos que los lleven hacia una buena capacidad de planificación, incluida la planificación de retos y esfuerzos que les resulten satisfactorios para seguir progresando. Los adolescentes están bajo presión en la etapa de cambio que están viviendo, pero es necesario estar muy atentos para no incrementar todavía más esta presión, dado que es una de las principales fuentes de estrés. Por este motivo, es necesario que se sientan cuidados emocionalmente, pero no sobreprotegidos (deben aprender a generar sus propios retos y a solucionar los que se les plantean, desde la confianza con el entorno), que vean ejemplos adecuados de conducta en su entorno de adultos (progenitores, docentes, compañeros y sociedad en general) y que los ayudemos a tener las vivencias necesarias que los mantengan estimulados.

Referencias bibliográficas

Bueno, D. Cerebroflexia. El arte de construir el cerebro. Plataforma Editorial, Barcelona, 2016.

Bueno, D. Neurociencia para educadores. Octaedro, Barcelona, 2017.

Redolar, D. (ed). Neurociencia cognitiva, 2a ed. Editorial Médica Panamericana, Madrid, 2023.

Redolar, D. (ed). Psicobiología. Editorial Médica Panamericana, Madrid, 2018.

Stasen Berger, K. Psicología del desarrollo. Infancia y adolescencia. Editorial Médica Panamericana, Madrid, 2016.

Publicaciones recomendadas

  • El cerebro del adolescenteGrijalbo, 2022
  • Emociones a raudales. David Bueno i Maria TricasOctaedro, 2023
  • Neurociencia aplicada a la educaciónEditorial Síntesis, 2019

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