“Durante el procés hemos jugado con fuego y nos hemos quemado”

Francesc Serés

Francesc Serés se conecta telemáticamente desde Berlín para responder a las preguntas de Barcelona Metròpolis. El escritor vive allí desde hace un año, poco tiempo después de dimitir al frente del Institut Ramon Llull, que dirigió durante solo cuatro meses. “He intentado dejar testimonio de cosas que no han sido explicadas o que creo que las podía explicar yo, para situarlas en una tradición y que continúen. El tiempo dirá si esto aguanta el paso de los años o no”, afirma cuando se le pregunta si su obra denota una forma de estar en el mundo. En octubre de 2022 publicó la novela La mentida més bonica (Proa), que protagonizan una pareja de profesores el día que se jubilan. Son dos activistas independentistas que han vivido un gran desengaño por la evolución del procés.

Francesc Serés (Zaidín, Aragón, 1972) es licenciado en Bellas Artes y en Antropología por la Universidad de Barcelona. Como escritor, ha publicado obra de diferentes géneros, como la novela (la trilogía De fems i de marbres, La casa de foc y La mentida més bonica); la novela juvenil (El llarg viatge d’A); el relato (La fuerza de la gravedad, Cuentos rusos y Mossegar la poma); el teatro (Caure amunt. Muntaner, Llull, Roig); la crónica y el ensayo (Materia prima y La piel de la frontera); y el artículo periodístico. Ha sido reconocido con dos premios de la Crítica Serra d’Or y el Premio Nacional de Literatura, entre otros. En el ámbito institucional, en 2016 fue uno de los promotores y el primer director de la residencia Faber, en Olot, y también ha dirigido el área de creación del Institut Ramon Llull, del que fue director en 2021 durante un breve período de tiempo.

Usted ha afirmado que le afectó lo que dijo Lluís Salvadó, entonces secretario de Hacienda, hablando por teléfono con otro político, dos meses antes del 1 de octubre de 2017. “Si seguimos todos pensando que estamos preparados y todo el mundo hace ver que lo estamos porque nadie se atreve a decir que el rey va desnudo, posiblemente el 2 de octubre alguien creerá que estaremos donde no estamos”. ¿Es cuando Francisco Serés se cae del caballo?

Es una llamada clave y cada uno tiene su momento. Caballos hay muchos, y hay uno del que nunca te puedes caer, mientras no se solucione el conflicto existente. Lo que todos queremos es que la comunidad cultural, social e incluso política de Cataluña sea capaz de sobrevivir en un futuro. De este caballo no te caes, porque es de justicia histórica y cultural.

Entonces, ¿qué es lo que cambia?

Cambia el grado de confianza que depositaste en unas personas. Es gradual, por supuesto, porque va con el grado de convencimiento de cada uno. Digamos que no tienes el mismo grado de confianza en 2012 que en 2017. Quizá confianza es un término muy complejo. Pero digamos que el grado de compromiso que crees que puedes tener en 2017 no es el mismo que en 2012, después de todas las promesas que se han hecho. No promesas en tanto que se pueda alcanzar un objetivo o no, sino que se han realizado los pasos necesarios y se ha construido un escenario en el que existe alguna probabilidad, de manera que no haremos el ridículo.

¿Es la parte que no funcionó?

De eso va la novela. Del paso de ese momento de estupefacción a la negación, a la decepción y, finalmente, al alejamiento. Es cuando nos damos cuenta de que no había nada preparado. Se lo jugaron todo y nosotros nos lo jugamos todo al confiar en ellos. Este es el tema del libro: la confianza que depositas y la confianza que te piden, y cuál es el punto de equilibrio.

¿En qué momento decide escribir la novela?

Va cogiendo forma poco a poco, porque para mí también es parte de un proceso vital. He ido de los artículos de El País al activismo de cortar carreteras, pasando por la creación de la residencia Faber o la implicación en el Institut Ramon Llull. Es un proceso personal, de compromiso con muchas cosas. Va creciendo y existe un momento en el que no se puede aguantar más, porque no se puede negar la realidad. Y esto tiene unas consecuencias. Si fuera algo inocuo, diría que no ha pasado nada, pero el retroceso es tan grande que no queda otro remedio que reconocerlo, y hay que poder empezar a explicarlo. Por último, cuando decido salir del Institut Ramon Llull, me siento libre para crear esta novela.

Es una novela con mucha reflexión, casi como un ensayo.

No es un ensayo, pero sí intenté que tuviera esta parte de reflexión que creo que todos tuvimos durante mucho tiempo. Ahora no sé si la gente intentará olvidar todo esto, pero durante tiempo ocupaba muchas horas de nuestras conversaciones, muchísimas. En mi círculo no hablábamos de otra cosa. Vivimos la política muy intensamente durante años, la vida se mezcló con la política y la política se mezcló con la vida, lo que significaba diálogo, hablar mucho y discutir mucho.
Creo que algo así, con tanta gente, no había ocurrido desde los tiempos de la Transición, que yo no viví. Por tanto, no me dio por crear una novela de acción, de esconder urnas, porque no era el tema. El tema era narrar algo evanescente, abstracto y tan sólido para tanta gente, que se había expresado con palabras y se había narrado, poco o mucho, dentro de la cabeza de cada uno.

¿Por qué sitúa la acción en El Penedès, con una pareja de profesores que se jubila?

Cuando la escribía, mi objetivo era que la gente pudiera terminarla. ¿Por qué? Pues porque estaba dando al lector un mensaje que, en un principio, no quiere oír o que le va a costar leer. Por tanto, no quería utilizar cosas excéntricas. El Alt Penedès es un lugar plausible para que pase la historia y es un lugar reconocible. Los profesores de instituto son también personajes identificables. No quería crear una novela compleja, con hechos difíciles de creer o de situar en los tiempos que hemos vivido. Todos tenemos amigos que son profesores de instituto, y estos profesores son el pilar de cada lugar.

Entonces, ¿la trama es secundaria?

Existe la trama de pensamiento interno, político y personal, la narrativa del desencanto, de cómo hemos llegado hasta aquí. Incluso cuando hay una persona que intenta explicarlo, que es Nicolau en el diálogo final, no sale del paso, porque todavía no ha llegado el momento de poder salir adelante.

¿Debe pasar más tiempo?

Para lograrlo, pero no para explicar lo que ha ocurrido. La novela no narra todo el proceso, sino una parte muy pequeña, que es el desencanto, el desengaño. Y lo intento hacer sin épica. Si añadiera épica, aún debería añadir más decepción, porque no se sostendría, no sería creíble. Y lo hago con unos personajes que no son ni épicos ni extraordinarios. El reto era ensalzar la historia y crear un relato plausible.

Retrat de Francesc Serés © Nikolaus Brade Retrato de Francesc Serés © Nikolaus Brade

Antes de salir del Institut Ramon Llull, estuvo varios años vinculado al mundo institucional.

Son esas cosas a las que no se puede decir que no, porque tenía que probarlo, pero, en un contexto político como el actual, hay muchas posibilidades de no nos entendiéramos. La fotografía de Pedro Sánchez y Emmanuel Macron que se tomaron en el Museu Nacional d’Art de Catalunya en enero es la realidad del país. Por eso, en cuanto me di cuenta de que no nos entenderíamos, me fui. Tengo otra vida, que es la literatura, en la que me encuentro muy a gusto. Es la ventaja de tener varias vidas. Y si de algo me siento orgulloso es de haber creado la residencia Faber, que es maravillosa y que se mantiene. Fue una aventura importantísima, vinculada precisamente a esos primeros tiempos del procés.

Entonces decidió cambiar de aires e irse a Berlín.

No fue algo premeditado, pero dos o tres semanas después de dejar el Llull le dieron una beca a mi mujer, y yo tenía pendiente una estancia larga en el extranjero. Encajó. Ha sido un año muy intenso, repleto de aprendizajes y experiencias, repleto de libros. También un año triste, por la guerra de Ucrania.

En las redes sociales contó su experiencia en primera persona con los refugiados que llegaban a Berlín.

Puedo explicarlo porque tiene relación con el próximo libro, que ya estoy escribiendo, y con la idea de guerra. De cómo personas que no hemos pasado la guerra podemos vernos interpeladas por una realidad que no creíamos que viviríamos y que tenemos aquí al lado. Tanto por vínculos familiares, ya que mi mujer es rusa, como por vínculos de proximidad, por decenas de amigos que tenemos, y, finalmente, porque aquí a Berlín llegó un alud de refugiados.
Nosotros nos involucramos mucho, sobre todo en los dos primeros meses, dedicábamos muchas horas. Esto también te da otra perspectiva del conflicto catalán, porque hubo muchos políticos ucranianos que se quedaron al pie del cañón, nunca mejor dicho, aunque podían liquidarlos, porque venía el ejército ruso. Y no han renegado en ningún momento.

¿Y esto le interpeló?

Esta diferencia me interpela y me hace preguntar cuál es mi lugar en la sociedad, cuál es mi lugar como escritor, qué ha ocurrido aquí, cómo funciona el mundo, qué escala de valores hay en Cataluña… Ha sido un año lleno de estímulos, no solo culturales, sino vitales y sociales. Seguro que dentro de mucho tiempo todavía lo recordaré: qué bien, a pesar de todo, que pudiera vivirlo. Y tengo la sensación de que es el principio de muchas cosas. Dios dirá.

¿Cómo ayudaban?

Tampoco quiero darle más importancia, simplemente tenemos muchos amigos en Ucrania y en Rusia, y era casi un deber moral. Mi mujer seguía lo que iba ocurriendo a partir del 24 de febrero a través de los grupos de Telegram. Y el 1 de marzo, cuando nos mudábamos a este piso, justo al lado, a 500 metros, teníamos un hotel con más de 200 refugiados. Lo dejamos todo y fuimos hacia allí. Los primeros días éramos muy pocos y la ONG que lo organizaba estaba desbordada.
Mi mujer podía hablar con ellos, yo me comunicaba en inglés, y vimos una realidad, distinta a la de la guerra, que es la de la ola expansiva que ha llegado hasta aquí. Son muchas horas de convivencia, y eran tiempos complicados porque todavía estaba la covid. Tampoco sabíamos su alcance ni cuándo terminaría la guerra. Parecía que sería muy rápida y todavía sigue. Ahora ya está todo más organizado e institucionalizado, pero el momento (entre comillas) interesante, mágico, era cuando no había nada. A mí no me preguntaron ni de dónde era y me dejaban allí de responsable. También existía una parte humana emocionante, interesante, desde un punto de vista de experiencia.

Usted ya tenía experiencia con los inmigrantes que trabajaban de temporeros en Lleida.

Muchos de ellos eran refugiados que huían de la guerra, y eso lo sabíamos. Algunos huían de la guerra civil argelina, los de Sierra Leona, los del Chad o de Mali; y la gente que llegaba de Colombia y de Centroamérica huyendo de las guerrillas. Aquellos eran hombres, y aquí en Berlín eran familias, mujeres, niños y niñas, gente asustada a cuyas casas habían lanzado bombas, así de claro.

¿Decía que todo esto tenía que ver con el próximo libro?

A partir de la realidad de la Segunda Guerra Mundial en Alemania, también de la Guerra Civil, de la guerra en Ucrania entre Rusia y todo, en el libro intento describir este triángulo, que es ensayo, es vivencia y es mucha imagen. Lo cierto es que ahora mismo me está ocupando el tiempo y estoy muy contento. Implica aprender alemán, utilizar muchos otros recursos y trabajar con mucho material. Diría que en verano del próximo año ya le tendré el pie en el cuello.

Entonces, ¿deja atrás la etapa del proceso independentista?

Dejo atrás el país como tema central de mis libros, y quizás ya era hora después de veintidós años.

A diferencia de La mentida més bonica, en obras anteriores habla de lugares vividos, y los explora y los analiza a través de la literatura. ¿Cuál es la pretensión?

No sé hacerlo de otro modo. Escribo sobre lo que veo, sobre lo que sé o de lo que creo que puedo hablar. El Sallent, el pueblo de La casa de foc, era un sitio que tenía un punto de magia y también de aventura vital. Allí estuve muy bien, y, a medida que me iba alejando, empezó el cambio con el procés, la Faber, los artículos en El País, que era algo muy intenso por lo que significaba la opinión política en ese momento.
En El Sallent tenía un lugar de refugio donde fui pensado la novela, y escribirla también fue como un homenaje a un lugar que me acogió muy bien, desde 2006 hasta 2012. Tengo un recuerdo imborrable de la gente. Eso sí que era un intento de novelar una parte de la vida y de darle sentido y forma, de solidificarla. Aquellos años, que han tenido sentido por otros muchos motivos, han quedado empaquetados en este libro, y esto cumple un poco la voluntad de la literatura. Es una historia innovadora, con la que el lector puede conectar con este punto de magia que tienen los personajes, que son algo brujos porque algunos encuentran agua, pero tienen los mismos problemas que todo el mundo.

Este libro ha recibido dos premios, el Proa y el Llibreter, y ha tenido muy buena acogida entre los lectores.

Estoy muy contento porque es un libro que, modestia aparte, gusta mucho a la gente, a los clubs de lectura, y eso es maravilloso. De este último, en cambio, La mentida més bonica, la gente que me dice que le ha gustado me lo dice en privado.

En La piel de la frontera se ubica en su tierra natal, un pueblo de la Franja, donde se habla catalán, una especie de no-lugar. ¿Su mirada desde allí es diferente?

Ahora, en Berlín, lo he recuperado un poco. Si no me hubiera olvidado de Aragón, seguramente los políticos no me habrían tomado el pelo. Estando en Aragón, te das cuenta muy bien de cómo es España, pero al vivir en Olot me olvidé de ello. La Franja es un lugar especial. Supongo que todos estos cambios de un sitio a otro te hacen ver mejor las peculiaridades que tiene cada lugar. He vivido en muchos sitios, he trabajado con extranjeros, cosechando fruta o en el aula de acogida, y la residencia Faber era para extranjeros. Quizás este punto de vista excéntrico no lo he aprovechado lo suficiente. La observación desde visiones diferentes y, al mismo tiempo, la voluntad de saber desde dónde te posicionas para describir las cosas no deben coincidir con las que utilizan los demás escritores, porque, si no, estás repitiendo a los demás.

Retrat de Francesc Serés © Nikolaus Brade Retrato de Francesc Serés © Nikolaus Brade

¿Es una mirada privilegiada?

Hasta los diecisiete años desconocía las dimensiones de la literatura catalana; no me la habían enseñado. Quizás lo que me da identidad son las carencias. No las virtudes, sino los errores. Y utilizar las carencias que forman parte de mi biografía en un sentido positivo es lo que me diferencia de los demás. En mi caso, también están los cambios de lugar donde vivo, de trabajos, este hecho de entrar y salir de las instituciones o del poder, que he visto desde dentro, y así puedo narrarlo desde fuera…

A diferencia de los autores que siempre visitan los mismos lugares y los mismos temas, su obra no se repite. Cada libro es nuevo.

Creo que todos tienen un aire de familia, porque no hay héroes extraordinarios, son gente común que todo el mundo puede reconocer. El punto de vista sí es siempre diferente. Tras la primera trilogía, De fems i de marbres, que aborda el traslado del campo a la ciudad, los siguientes tienen elementos comunes con los primeros, pero el tema es la clase media. Luego está la distancia que tomo con los Cuentos rusos. Se produce otro cambio con La piel de la frontera y, aún, aunque pensaba que no sería capaz de escribir sobre La Garrotxa, publico La casa de foc. Y el último es un libro casi vital, como un rito de paso, que es La mentida més bonica. No podía escribir ningún otro libro hasta haber pasado por aquí. Imposible.

¿Es como una expiación o una catarsis?

Más bien como un paso necesario. No sería creíble que yo no hablara de esto, porque siempre he hablado de lo que he tenido más cerca. Es decir, he escrito sobre ese paisaje imaginario entre los Monegros y Lleida; después de la clase media, que es la materia prima que anticipa la crisis de 2008; los Cuentos rusos, que son una ironía sobre la propia identidad; La piel de la frontera, con esta proximidad a la inmigración; o, en términos más pequeños, Mossegar la poma, que es cuando me divorcio y escribo un libro sobre parejas, cuando ya tengo treinta y tantos años, y conozco a muchas; entonces llega La casa de foc y, por último, era inevitable que hablara de este tema, porque es el que más hemos vivido. Ahora bien, no agotan el procés, ni mucho menos, estos diez años. Lo que me extraña es que nadie más escriba sobre ello, porque es lo más importante que ha pasado, sin duda, para muchísima gente.

¿Aplica a la literatura su formación en antropología y en bellas artes?

Poder haber estudiado es un milagro, porque hay mucha gente que no se lo ha podido pagar. Pero cuando digo estudiar parece que quiera aplicar la teoría a la práctica, y no es eso. Me lo tomo como una vivencia. Cuando observas la aventura que es la antropología, que es intentar describir a los demás, describir a un grupo humano, me fascina. La línea que separa la antropología de la literatura es muy fina. Me gusta más hablar de la experiencia de las lecturas para poder entender el mundo y a los demás. Después, todo esto debe tamizarse mucho, porque no puedes hacer libros de ensayo. El lector lo que quiere es que no te hagas pesado. Una vez un periodista de The New Yorker me dijo: “Francesc, no olvides nunca que somos entertainers”. Y esto significa forma, y pensar en el lector. Ahora bien, cada maestrillo tiene su librillo; ¡cada loco con su tema!

En sus libros habla de distintos tipos de inteligencia. Por ejemplo, en La casa de foc, el forastero que llega al pueblo tiene muchos estudios, pero resulta que es el más burro en otros conocimientos.

Siempre eres el tonto del pueblo. Llego a Berlín y soy el tonto de Berlín. Cuando entré en Bellas Artes o en Antropología, yo era el más tonto. Y cuando llego a Olot, también. Esta actitud, un poco de Parsifal, de hoja en blanco, de persona ignorante que lo intenta absorber todo, sale de dentro de uno mismo. Pero este intento de aprender, que es una pasión y una emoción, es un componente vital que debe conjugarse con otra cosa, que es la disciplina de aprender.
Ahora, por ejemplo, estoy aprendiendo alemán, y sin pasión y sin ganas es para tirar la toalla. Tienes que aprender el dativo y el acusativo…, pero cuando veo que puedo empezar a leer un libro en alemán, la cosa cambia y la alegría es indescriptible. No puedo pasar el día encerrado en casa, es muy aburrido. Tienes que ir a ver a los demás, porque soy incapaz de proyectarme a mí mismo solo escribiendo. Quizá el tiempo de escribir sobre Cataluña había terminado. Quizá algún día vuelva a hacerlo. Aquí soy extranjero absoluto. Ahora ya me hago entender, aunque se ríen, y pienso que debo hablar como Cruyff.

En historias como La casa de foc o L’ombra de l’arbre genealògic, donde sale la casa de su abuela, parece como si las casas tuvieran vida.

Hasta ahora hemos hablado a un nivel muy contemporáneo: de moverse, de la política, de los libros, de esta distancia que interpongo con los extranjeros… Pero existe otra distancia que es temporal. Es la distancia histórica, que es maravillosa. ¿Cómo juegas con ella? ¿Cómo piensas en los que te han precedido y que ya no están? Tú mismo te vas situando en este espacio. En la casa de enfrente de la casa de mi abuela hay un escudo que dice: “Don Francisco Serés, 1780”. No es mi casa, sino la de un antepasado. Esto me hace pensar que había un hombre que se llamaba como yo y que ya no está. Y en la casa de El Sallent era todavía más bestia: 1587.
Pero no es algo de ahora, sino que se remonta a mi educación, a cuando yo era pequeño. Son los años setenta, en Zaidín, y me crían mis abuelos. Es como criarte con Tolstói. Ellos habían nacido antes de la guerra y sus historias son de principios del siglo xx en Zaidín, o en Barcelona como mucho, que es como el siglo xix en el mundo. Por tanto, en mi caso, las casas son los lugares por donde ha pasado la historia. Y la historia es algo maravilloso porque te enseña el futuro. Ya sé que es otro cliché, pero es eso: ¿dónde estarás? ¿Qué quedará? ¿Qué les ha ocurrido a los demás que no te ha ocurrido a ti?

¿No olvidar la historia para no repetirla?

Hay algo maravilloso que ya me tocaba, esta hostia política. Mis padres tuvieron el desengaño durante la Transición y, aunque creía que a mí no me tocaría, pienso con una alegría no cínica: “Ah, mira, la historia funciona”. A mi mujer se le cayó el país encima cuando era pequeña y se descompuso la URSS. Berlín es una ciudad llena de cicatrices. Ahora bien, si he vivido esta derrota también significa que estoy vivo. Es una derrota posmoderna, tronadita, como lo son las nuestras, ¿verdad? Pero no deja de ser un grado de decepción, como les ocurrió a mis padres, y cómo les ocurrió a mis abuelos durante la Guerra Civil.

¿Cómo ve la situación de la lengua catalana? ¿Saldremos adelante?

Me gustaría pensar que sí, por supuesto, pero durante el procés hemos jugado con fuego y nos hemos quemado. Y el pago de la derrota todavía no sabemos cuánto tiempo durará ni cuál será. El país está tocadísimo, y el núcleo del país es la lengua, que expresa un mundo y una tradición, una cultura única.
Además, España no va a parar de ir contra ella, y menos ahora, que hace lo que quiere con el Gobierno de la Generalitat. Desdichadamente, tenemos un estado que quiere borrar la diversidad cultural. Y si veo los últimos años en perspectiva, hemos hecho un papel penoso, unos y otros. La lengua podría estar bien mosqueada. Con los demás, por supuesto, pero también con nosotros. Ojalá todo cambie para bien.

Publicacions recomanades

  • La mentida més bonica Proa, 2022
  • La casa de foc Proa, 2020
  • La piel de la frontera Acantilado, 2015

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