Comunidades de crianza: una alternativa en expansión

Ilustración ©Mariona Cabassa

La desaparición de la familia extensa, las dificultades para asumir la crianza y la emergencia de nuevos códigos educativos están impulsando el crecimiento de redes alternativas que actúan en múltiples vertientes. Aunque inicialmente habían estado circunscritas a niveles sociales acomodados, ahora aparecen iniciativas públicas y asociativas que democratizan su acceso y que se convierten en espacios de intercambio de conocimientos, recursos y tareas de cuidado.

La crianza, como práctica social, ha cambiado profundamente en cuanto a sus formas y significados a lo largo de las últimas décadas. Las tendencias sociodemográficas han comportado familias mucho más reducidas, donde la llegada de hijos e hijas se retrasa o se elude, por lo que la crianza se va convirtiendo, cada vez más, en un hecho excepcional. Es así como asistimos ahora a una revalorización social de la infancia y la crianza, pero también a una ausencia de referentes en los contextos más próximos.

En cuanto a las familias extensas, se han convertido en una reliquia del pasado. Hoy la responsabilidad sobre la infancia recae de forma casi exclusiva sobre la familia nuclear, en la diversidad de formas que esta familia adopta y, de forma aplastante, sobre las mujeres. Es cierto que abuelos y, sobre todo, abuelas tienen un papel fundamental como apoyo en la crianza, a veces de manera demasiado intensa por la edad a la que les llega este rol, pero, a diferencia de formas pasadas en que la responsabilidad se asumía conjuntamente en un marco de convivencia, hoy se trata más bien de un traspaso que madres y padres llevan a cabo para mantener una dedicación intensa al mercado de trabajo.

Esta tendencia hacia una crianza sostenida por muy pocas personas se da en un contexto más amplio de atomización de la sociedad, en que gran parte de las necesidades se resuelven de manera individual y privada, con los riesgos de exclusión que comporta no poder afrontarlas. De hecho, las dificultades de criar en este contexto —que las políticas de infancia y familias tampoco han asumido que deban revertirse sustancialmente— son un factor que alimenta y agrava el descenso y el retraso de la natalidad.

La emergencia de vínculos comunitarios

Frente a este panorama —en cierto modo, desolador— emergen, desde hace unos años, cada vez más iniciativas que generan vínculos comunitarios en torno a la crianza. Para captar esta realidad, es necesario rehuir cualquier visión romántica de la comunidad entendida como un grupo cerrado de personas que practican una solidaridad orgánica, proporcionando seguridad a sus miembros en la misma medida que les quita libertad, e identificada con las sociedades preindustriales, rurales o pertenecientes a otros hemisferios.

El hecho comunitario debe entenderse hoy como un conjunto de vínculos sociales que generan redes más o menos densas de personas y que se activan para ofrecer apoyo y compartir recursos en ámbitos diversos de la vida. Las comunidades no son realidades que vienen dadas, sino procesos en los que las personas participan de forma activa e intencionada, interactuando y desarrollando un componente de pertenencia y un cierto compromiso de reciprocidad.

Un ejemplo son los grupos de crianza compartida, constituidos por familias autoorganizadas, para dar un acompañamiento a sus niños y niñas a partir de la puesta en común de recursos económicos y humanos, concepto que en algunos casos también llamamos escuelas infantiles de primer ciclo o proyectos educativos alternativos. Otras iniciativas se impulsan a partir de las políticas municipales de infancia, como los espacios familiares o las iniciativas de apoyo colectivo a la crianza y a la parentalidad positiva; y también de los servicios públicos de salud, como, por ejemplo, los grupos de acompañamiento al posparto o los de apoyo a la lactancia. Incluso existen grupos totalmente informales, constituidos por una mezcla de amistades, familiares o vecindario, que pueden convertirse en pequeñas comunidades de apoyo a la crianza.

Todas estas fórmulas ponen en relación a personas y familias con una necesidad común: la de compartir la crianza y obtener apoyo, tanto en un sentido material como emocional. La falta o insuficiencia de apoyo familiar es un factor de peso a la hora de buscar estos vínculos, pero existe otro elemento fundamental: la eclosión de nuevos enfoques en la crianza, que ensancha las distancias con las generaciones anteriores. En el campo de la pedagogía se agrupan en torno al término crianza respetuosa, un conjunto de perspectivas que apuestan por un acompañamiento emocional de niños y niñas, para atender sus necesidades afectivas y relacionales desde una conciencia que había estado ausente en otras épocas. La pediatría también ha adoptado, en los últimos años, una mirada más atenta a los procesos y ritmos particulares de la infancia en diversos ámbitos, como la alimentación, el sueño o el desarrollo motriz.

La sensación de soledad en la crianza, pues, no viene dada solo por la ausencia o lejanía de la familia extensa en un sentido físico, sino también en un plano simbólico, por unos códigos que no se comparten. Todo ello provoca que, incluso cuando existe un apoyo familiar relevante indispensable para la gestión cotidiana, no alcance la función de referente que se busca en otros contextos.

Reciprocidad y cooperación en diversas formas

Las comunidades en torno a la crianza surgen por un conjunto de necesidades, pero, aunque sobrepasan la dimensión material, esta no deja de ser central, por lo que compartir e intercambiar recursos es un hecho clave de estos espacios. La reciprocidad y la cooperación adoptan múltiples formas, algunas de las cuales se apuntan a continuación.

Primero, el intercambio sin dinero de ropa, juguetes y objetos de puericultura, que tiene unas dimensiones económicas nada despreciables. Segundo, el hecho de compartir trabajos de cuidado, haciéndolos colectivamente o delegando algunos momentos en otros miembros del grupo. Tercero, la asunción conjunta de costes económicos vinculados al grupo, desde una merienda hasta el alquiler de un espacio. Y, por último, la puesta en común de abundante capital cognitivo muy valioso que incluye desde información práctica sobre múltiples temas (por ejemplo, cómo tramitar una beca para las colonias de verano), pasando por conocimientos que algunas personas del grupo pueden compartir por haberlos adquirido previamente (como sobre etapas de desarrollo o sobre nutrición), hasta estrategias individuales que pueden ser útiles para los demás (por ejemplo, cómo realizar el destete). El hecho de compartir esta serie de recursos crea y refuerza el vínculo entre las personas. Algunos contribuyen especialmente a generar identidad de grupo y reconocimiento entre iguales, elementos que difícilmente pueden proporcionar los vínculos familiares.

Estos espacios no tienen la misma presencia en toda la sociedad o, al menos, no todas sus formas. Los nuevos paradigmas de crianza han sido adoptados más rápidamente por parte de las clases medias y acomodadas, familias autóctonas o provenientes de contextos culturalmente cercanos (como los expats) y con niveles altos de estudios. Este es el perfil mayoritario de muchos proyectos de crianza compartida tipo “escuela maternal”. Sin embargo, las clases populares generan redes de apoyo más informales que desempeñan funciones muy similares.

El impulso público

El hecho de que, desde la Administración pública, cada vez haya más acciones comunitarias que promueven estos espacios, que a menudo incluyen las perspectivas más innovadoras, está contribuyendo a democratizar y romper la segregación que con frecuencia se ha asociado a los proyectos de crianza respetuosa. Algunos ejemplos que encontramos en la ciudad de Barcelona son los espacios familiares, claramente orientados a la libertad de movimiento de niños y niñas y al juego libre, y los ciclos de talleres y de charlas organizados por las bibliotecas, los centros cívicos, las guarderías o el servicio Vila Veïna, que abordan diversos temas, como el uso de las pantallas, la alimentación complementaria a demanda (alimentación BLW, la sigla en inglés de baby led weaning) o la gestión de los límites.

Asimismo, estos espacios están profundamente feminizados y son las madres las que tienen en ellos una presencia más intensa. Esto tiene una doble lectura y un equilibrio difícil, pero no imposible de encontrar. Por un lado, no deja de ser el reflejo de una sociedad patriarcal que otorga a las mujeres, y de forma específica a las madres, la responsabilidad principal del cuidado. En este sentido, es una cuestión de justicia que los padres se involucren en la parte que les corresponde, tanto en los hogares como en los espacios comunitarios, y que estos espacios sean realmente mixtos, fruto de una sociedad más igualitaria que, si bien no acaba de llegar, es precisamente en la crianza donde está cosechando más éxitos.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que el patriarcado también ha forjado un arquetipo de “buena madre” totalmente entregada a la crianza, que actúa como mandato social y que genera un terrible malestar en las madres que sienten que no lo hacen “nunca suficientemente bien”. Para hacerle frente, los espacios entre madres cobran todo el sentido, puesto que desde el encuentro entre iguales se plantea la posibilidad de deconstruir el mandato social patriarcal. Es la unión lo que hace la fuerza.

Y tampoco se puede obviar la dimensión biológica que supone haber gestado, parido y, en muchos casos, amamantado, cuestiones que se atienden también a menudo en espacios comunitarios de crianza, precisamente por su feminización. En este sentido, el encuentro entre madres puede resultar muy empoderador, pero no debería implicar reproducir la feminización de la responsabilidad hacia los cuidados. Menos frecuente, pero significativa, es la emergencia de grupos de padres que también buscan este espacio entre iguales para confrontar el mandato social patriarcal que los priva de ser padres presentes y plenamente corresponsables, y construir una alternativa desde la colectividad.

La naturaleza viva de los espacios comunitarios, la revalorización social de la crianza y un mayor alcance de los valores feministas son tres elementos que potencian un avance hacia una sociedad más corresponsable con el cuidado de los niños, que la asuma como una cuestión más colectiva y no exclusivamente privada y familiar. Los vínculos comunitarios emergen no solo como una alternativa necesaria ante la crisis de la familia extensa y nuestro estado del bienestar raquítico, sino también como un valor en sí mismo, capaz de dar un sentido colectivo a la vida y de contribuir a erosionar un individualismo que nos condena al malestar.

Referencias bibliográficas

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Del Olmo, C. ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista. Clave Intelectual, Madrid, 2013.

Ezquerra, S., Di Masso Tarditti, M. y Rivera Ferre, M. G. Comunes reproductivos. Cercamientos y descercamientos contemporáneos en los cuidados y la agroecología. Catarata, Madrid, 2022.

González Reyes, M., García Pedraza, N., Fonte Loureiro, P. y Iglesias Varela, B. Cuidar, criar, hacer comunidad. Una experiencia de crianza compartida. Libros en Acción, Madrid, 2021.

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