“Como artista, lo que creo que vale la pena es la pieza que todavía no he hecho”

Jaume Plensa

©Enrique Marco

Jaume Plensa nos recibe un viernes por la mañana en su estudio. La entrevista transcurre en una de las naves, en las que reposan algunos de los enigmáticos rostros de mujeres con los ojos cerrados, de tamaños y materiales diferentes. En el taller hay una actividad frenética: tiene en marcha proyectos para China, Estados Unidos, Sudamérica y Francia. Durante la conversación, nos acompaña, como si se tratase de un hilo musical, una polifonía de sonidos metálicos más o menos estridentes que van punteando el hablar pausado del artista. “Provienen de varias máquinas —explica—, una sirve para doblar las letras de una obra en proceso, la otra utiliza unos remaches para acoplar las piezas de una cortina de alfabetos. También están encendidos los ventiladores que calientan el espacio, porque ¡ya empieza a hacer mucho frío, aquí dentro!”.

Jaume Plensa (Barcelona, 1955) es uno de los artistas catalanes y españoles con más reconocimiento internacional. Escultor, dibujante y grabador, se formó en la Llotja - Escola d’Art i Disseny y en la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi. Comenzó a exponer en 1980 en Barcelona y, desde entonces, sus piezas pueden verse en todo el mundo, especialmente en Europa, Estados Unidos y Asia, en espacios públicos, colecciones privadas, museos, galerías y bienales. Ha recibido, entre otras distinciones, la medalla de Caballero de las Artes y las Letras (1993), otorgada por el Ministerio de Cultura francés; el Premi Nacional d’Arts Plàstiques de la Generalitat de Catalunya (1997); y, por parte del Ministerio de Cultura, el Premio Nacional de Artes Plásticas (2012) y, un año después, el prestigioso Premio Velázquez de Artes Plásticas.

El año 2023 ha sido muy prolífico para usted en la ciudad. Lo empezó estrenando Macbeth en el Liceu.

Es uno de los proyectos más interesantes que he podido realizar. Con los amigos de La Fura dels Baus, hace años, había hecho mucha escenografía y vestuario para ópera, pero me había distanciado de eso. No soy escenógrafo, ni figurinista ni tampoco director de escena. Soy un artista. Y, en esta ocasión, planteé un diálogo con la ópera de Verdi, transformé una acción en un espacio público; porque, para mí, el teatro es un espacio público. Puse mi mundo en el escenario, pero sin demasiada teatralidad. Conozco muy bien la obra.

Mi primera escultura con texto fue, precisamente, con un fragmento de Macbeth: el momento mágico en que él se da cuenta de que no ha matado a un rey, sino que ha matado la posibilidad de dormir (Sleep no more). Pese a ser cantada, es una ópera llena de silencios, en la que creé espacios casi vacíos. Me esforcé por dar el mismo valor a lo que ocurría en la escena y lo que ocurría en el auditorio. No siempre se tiene en cuenta y es muy importante: allí había 2.400 personas con una energía brutal; tenía que recogerla y devolverla al escenario. Esto lo he aprendido del trabajo en el espacio público, y funcionó bien. Creo que es una pieza que se irá entendiendo con los años.

¿Cómo concibe sus intervenciones en relación con el espacio que ocuparán?

La aproximación a un proyecto siempre es compleja. Soy una persona muy emocional y sufro mucho hasta que llego a encontrar el diálogo con el entorno. Hay formas diferentes de intervenir en el espacio público. La semana pasada, por ejemplo, estuve en Atlanta, en el Freedom Park, donde inauguramos una pieza que adquirieron hace cinco años. Cuando la volví a ver tuve la sensación de que era como una botella con un mensaje que ahora había llegado a la playa. Esto es una posibilidad de intervención.

Unos días después, estuve en South Bend, en la Universidad de Notre Dame, en Indiana. Allí he hecho una escultura muy grande, de 14 metros de altura, para la entrada del museo que acaban de inaugurar. En este caso, es una pieza pensada específicamente para el lugar: parece una escalera que une el cielo y la tierra; es de una espiritualidad enorme. Justo ayer el director del museo me envió una foto de la primera nevada y se ve la escultura cubierta de nieve. ¡Es emocionante! Aquí nunca se cubriría de nieve, pero allí se está integrando en el espacio. Esta es una de las mayores satisfacciones que tengo con mi obra.

Usted defiende la idea de acariciar las esculturas. ¿Cómo espera que el público se relacione con sus obras?

He trabajado mucho el espacio público como concepto, pero también como intervención, y tiene algo que a veces me falta cuando expongo en galerías o museos, que es esta integración con la comunidad. Las obras que están en un museo o en una galería, o que adquiere un coleccionista, pasan a tener una especie de protección privada, algo que no tienen las que se encuentran en el espacio público, que deben sobrevivir por sí mismas y no hay nada que las proteja.

Hace unos años, hice un pequeño pabellón en la isla japonesa de Ogijima. El curador del proyecto dice que la obra está funcionando muy bien porque hay una lista de espera bastante larga de gente que quiere casarse allí, ¡y a mí esta idea nunca se me habría ocurrido! Pero, al igual que esta pieza ha provocado esto, la Crown Fountain de Chicago ha generado un amor de los niños por la pieza que tampoco hubiera imaginado. No la hice pensando en los más pequeños, pero saber que les gusta me fascina. Es decir, muchas veces la gente se hace suyas las obras de formas que no se me habrían ocurrido.

© Enrique Marco © Enrique Marco

Precisamente, en 2024 se celebra el vigésimo aniversario de la Crown Fountain. ¿Cómo diría que ha evolucionado su escultura a lo largo de dos décadas?

Aquella pieza nació en el año 2000 y se inauguró en 2004. Aquello fue un principio y un final. Un final porque estaba trabajando en un mundo abstracto, más simbolista. Las torres de cristal que hice eran como grandes edificios donde habitaba gente, y los retratos de aquellas personas me llevaron a esta nueva figuración [mira a su alrededor y señala los rostros que nos rodean]. Esta idea de retrato la he mantenido realizando solo retratos de mujeres jóvenes, que son las que preservan la memoria y el futuro de la creación.

Decidí que nunca más haría una pieza como la de Chicago. Tuve otros encargos, pero los rechacé todos, porque quería que solo hubiera una. Opté por seguir trabajando con todo lo que había aprendido haciendo la Crown Fountain, pero utilizando materiales tradicionales: piedra, bronce, madera… Lo grabé todo en vídeo, y aquí hago un escáner de la persona y manipulo esta deformación que aprendí a hacer entonces, este alargamiento de los rostros que me permite generar cierta sensación de espiritualidad.

De algún modo, cada proyecto alimenta todo un futuro de posibilidades, no deja de ser un laboratorio para otras piezas. Sin embargo, es verdad que mi obra se ha vuelto más concentrada en elementos concretos; quizás trabajo menos la instalación, para pensar en una obra más seca, más sola, más única.

Y estas mujeres que retrata, ¿quiénes son?

Son personas de distintos lugares, porque mi voluntad es hablar de la globalidad, de la diversidad. Hablar sobre lo bien que estamos cuando estamos juntos, manteniendo cada uno de nosotros nuestra identidad, nuestra personalidad, nuestro origen cultural y de pensamiento…, pero juntos. Me gusta mucho esta idea de intercambiar información en la diversidad, y creo que los alfabetos me lo permiten, y los rostros, también.

El texto está presente en muchas de sus creaciones.

Las primeras piezas que tenían texto eran fragmentos concretos de poesía de autores que siempre me han interesado, como Baudelaire. No he dejado de hacerlo. En realidad, todavía estoy trabajando unos dibujos con textos suyos. Creo que el poeta es un personaje esencial en la sociedad. No nos damos cuenta de que es como una pequeña alma que mueve y entona nuestro pensamiento. Doy mucho valor al poeta como concepto; no es el dueño de la poesía, pero la utiliza. La poesía es parte de nuestra vida, todos podemos utilizarla, pero él tiene una sabiduría especial.

Siempre he pensado que las palabras nos hacen más humanos, porque son como la partitura de nuestra voz. Creo que esto es muy bonito. Era una necesidad, escribir nuestra voz. Al igual que un compositor escribe una partitura para que otro la interprete. El texto tiene un punto arcaico de gran profundidad.

En algunas esculturas (esferas y cuerpos sentados) también mezcla letras de alfabetos diferentes con notas musicales.

Soy un enamorado de la música. Muchas veces he explicado que, de pequeño, cuando me peleaba con mi hermano, me escondía dentro del piano de mi padre, que tenía unas puertas correderas. Aquel espacio junto al arpa tenía la medida exacta de mi cuerpo. Nunca he olvidado ese olor a madera, a fieltro, a polvo. Tampoco he olvidado que, en alguna ocasión, mi padre había tocado sin saber que yo estaba dentro. Con el tiempo, aquella vibración del instrumento la he interpretado como la vibración de la vida, de la energía que nos mueve. Con los años, he entendido que la música me ha influido mucho, sobre todo este aspecto esencial que es la vibración.

A menudo habla de crear belleza. ¿Qué busca con su trabajo?

Busco un diálogo con la sociedad. No es que mi obra sea pedagógica, pero sí busco una relación emotiva con mi trabajo. Me parece que intentar crear belleza es muy importante, porque el ser humano es muy imperfecto, y una de las partes interesantes de la creación consiste en crecer en tu pensamiento. La obra de arte tiene algo enigmático; es como un espejo en el que te puedes reflejar.

A menudo me preguntan por qué los rostros siempre tienen los ojos cerrados y este estado de ánimo tranquilo. Es justamente para propiciar que cada persona mire en su interior, busque toda la belleza que tiene escondida e intente comunicarla. El arte debe ayudar a que la gente piense qué puede aportar a la comunidad.

Y en una sociedad acelerada y copada de estímulos como la nuestra, ¿qué debe ofrecer el arte?

Las piezas hechas con malla me han permitido explorar algo que me obsesiona: la invisibilidad. En 2018 presenté Invisibles en el Palacio de Cristal del Museo Reina Sofía, en Madrid, donde había un conjunto de rostros de malla. Pedía a los visitantes que hicieran un trabajo de percepción visual. Nos hemos acostumbrado a que las cosas son [se cruje los dedos] inmediatas… y, a veces, hay que decir: “Detente y mira. Espera un poco más, y mira mejor”. Y entonces tienes la respuesta: “Ah, pero si estaba allí y no me había fijado”. Estamos rodeados de casi hologramas, sombras, fantasmas e imágenes que se nos escapan porque miramos demasiado rápido.

Recuerdo que cuando hice la intervención Echo en el Madison Square Park de Nueva York, con Laura [su mujer] nos sentábamos en un banco que había justo enfrente para ver qué hacía la gente. Y muchos de los que pasaban sacaban el móvil, tomaban una foto y seguían. Estaban unos segundos frente a la pieza, porque ya la tenían en el teléfono. Me interesó mucho esta forma de leer el arte, no había reposo.

En la presentación de la exposición Poesía del silencio, que acogió La Pedrera, dijo que le gustaría dejar un legado en la ciudad. Hace unos años, ideó una gran pieza para el frente marítimo que finalmente no pudo materializar. ¿Tiene alguna otra pensada?

Al igual que en San Sebastián quisieron hacer algo con Chillida, que era hijo de allí, aquí no han querido hacerlo. No es que yo quiera o no quiera, evidentemente, que quiero, pero debe quererlo más de uno. Esta pregunta no deberías hacérmela a mí. El artista no es un personaje que vive solo en la sociedad. La Crown Fountain no decidí hacerla yo, me invitaron. Si te invitan, puedes hacer cosas extraordinarias, pero necesitas un acompañamiento, yo no quiero imponer nada por la fuerza. Si no me invitan, pues no pasa nada.

¿Siente que tiene menos reconocimiento aquí que en el extranjero?

Cuando eres de aquí parece que todo sea más complejo. A veces, cuando estás en casa falta naturalidad en todo, es curiosísimo. El otro día inauguré en Atlanta y en Indiana, y todo fue mucho más sencillo. Ser extranjero siempre es muy interesante. Cuando era joven, pasaba algunas temporadas en Florencia. Allí, me hice amigo del antiguo director del museo de Tel-Aviv. Recuerdo que un día, hablando de Petrarca, me dijo: “Jaume, conceptualmente tienes que intentar ser siempre un extranjero, allá donde vivas”. Me impresionó mucho y me lo he intentado aplicar: tomar esta distancia con las cosas. Porque, si no, puedes quedar atrapado en lo local, y esto es devastador. Con una relación de pareja es igual, puedes quedar atrapado por la cotidianidad. Se trata de transformar el día a día en extraordinario, transformar la cosa local en única. A veces pienso que nos falta esta distancia con nuestra propia realidad.

Usted que visita muchas ciudades, ¿cómo ve Barcelona?

Culturalmente hablando, me parece que la ciudad ha vivido épocas mejores. Pero, vamos, la vida es así, a veces quizá nos falta tener paciencia, no siempre es igual. Lo cierto es que vivimos en un país donde la cultura y la educación están demasiado influenciadas y mezcladas con la política. Aquí, cambia un ayuntamiento y cambia toda la política cultural, o cambia el gobierno y cambia la ley de educación.

En noviembre dio la lección inaugural en la Escola Massana. ¿Qué consejo da a los jóvenes artistas?

He dado clases en la École nationale supérieure des Beaux-Arts de París y en el Art Institute de Chicago, y nunca me he sentido con más experiencia que un alumno, sencillamente era mayor en cuanto a edad, pero estábamos en el mismo camino. El consejo que siempre he dado a un estudiante ha sido: confía en ti. Tenemos un oficio que es maravilloso, en el que todo el mundo puede estar equivocado menos tú, y esto tiene una fuerza extraordinaria. Por eso el mundo político tiene ese tipo de miedo al artista. No confíes en mí o en ese otro, ni en una revista, bienal o director, confía en ti, tú eres el centro. Puede sonar un poco raro, pero esta es la fuerza del arte. Cada artista tiene, en potencia, una verdad extraordinaria.

Tiene obras esparcidas por todo el mundo. ¿Destacaría alguna?

©Enric Marco ©Enric Marco

Hay piezas que me gustaría poder ir a ver cada mañana cuando me levanto y desayunar con ellas. Mira, hay una que se llama Roots, en Tokio, que se basa en la idea de las raíces que entran dentro en la tierra y germinan, y esta me emociona especialmente. Muchas veces tengo envidia de obras mías que están en sitios maravillosos.

Hay una, en Suecia, que está en una pequeña isla, en un parque llamado Pilane, de difícil acceso, que, si podéis, id a verla, porque está sola casi todo el año, y después, durante veinte o treinta días, hay algún visitante. Es uno de los lugares más bonitos donde he estado. También hay una en el valle de Napa, en unos viñedos, y siempre pienso en el privilegio que tiene de estar allí. Mi obra ha tenido la suerte de encontrar esta relación con el entorno. ¿Recuerdas que instalé aquella pieza que se tapaba los ojos en la Quinta Avenida de Nueva York?

Sí, por supuesto, Behind the Walls. ¿Qué fue de ella?

Estuvo allí durante unos meses, después fue al Museo Nacional de Arte, en Ciudad de México, y al final la compró un coleccionista que la regaló al Museo de Arte de la Universidad de Michigan. Ahora está situada frente a la puerta del museo, en Ann Arbor. Es un sitio que me gusta mucho, y lo encuentro precioso como concepto, porque justamente se tapa los ojos en la puerta de un museo; es una invitación a reflexionar de forma diferente. Defiende mi teoría de que, a veces, la visión no es la herramienta más adecuada para entender, al igual que las palabras no siempre explican un sentimiento o los oídos no te ayudan a escuchar mejor. En ocasiones, necesitamos otras partes del cuerpo, o nuestra sensibilidad. Creo que a menudo utilizamos el arte de una forma tan literal que nos perdemos cosas por el camino.

En su estudio hay mucha gente trabajando. ¿Cómo se enfrenta al proceso creativo?

La escultura tiene un pie en el arte y el otro en la industria. Aquí ves a mucha gente que me ayuda, pero también hay talleres fuera que colaboran con nosotros. Trabajo en equipo, me gusta mucho. Primero, hago solo los dibujos y proyectos que después paso a mi equipo. Ellos me ayudan a desarrollarlos, a encontrar las mejores soluciones estructurales y de ingeniería. Es un proceso fascinante. Ahora tenemos varios proyectos en marcha y cada uno tiene unas necesidades técnicas. En paralelo, yo tengo mis exposiciones personales. En todos estos proyectos, hay una mezcla entre el equipo y yo, yo y el equipo, ya no sé dónde empiezan ellos y dónde acabo yo. Es una manera de trabajar que me satisface. Integra otras sensibilidades en mi forma de mirar el arte y la vida.

Aparte de hacer escultura, también cultiva el dibujo y el grabado.

En los dibujos existe una inmediatez que no tengo en la escultura. Los trabajo de forma directa, no necesito intermediarios. A menudo, los dibujos son un perfume que precede a algo que vendrá después en forma de escultura. Siempre he trabajado en paralelo la escultura, el dibujo y el grabado, y antes también había hecho fotografía y vídeo. Con la escultura puedo decir cosas que no puedo decir con los otros lenguajes, y viceversa. La verdad es que los dibujos los expongo muy poco, pero justo ahora estoy preparando una serie que el próximo año mostraré en Nueva York.

¿Y qué más tiene entre manos?

Mi obra es muy lenta. Puedo exponer cada tres años en mis galerías habituales de Nueva York, París, Estocolmo y Chicago. En 2025 tengo una exposición muy importante en Grand Rapids, en Michigan, en el Frederik Meijer Gardens & Sculpture Park, un parque de esculturas donde hice el mural Utopia con relieves en paredes de mármol. Dentro de dos años quieren celebrar el aniversario del parque junto con el mío… ¡que cumpliré setenta! Será una gran retrospectiva que después viajará a Denver. Estoy muy asustado porque, como artista, lo que creo que merece la pena es la pieza que todavía no he hecho. Mirar atrás me da no sé qué. Me están pidiendo que haga un itinerario de mi obra y [resopla] estoy un poco preocupado. A veces me preguntan: “¿Por qué has querido ser artista?”. Y siempre digo lo mismo: “Yo no he decidido ser artista, era inevitable”. Esta exposición es igual, es inevitable.

Trabaja mucho en Estados Unidos.

Es un misterio porque no vivo en Estados Unidos, pero paso allí muchas temporadas. He aprendido mucho del país. Tienen una idea que me gusta: si tú crees en algo, lo haces, no necesitas la opinión de otro. Esto quiere decir que existe una diversidad estética y cultural enorme.

En Europa, estamos un poco anquilosados. Tiene que estar de acuerdo mucha gente para hacer según qué, y esto frena muchos proyectos. Y después está el hecho de que el tema cultural es de iniciativa privada, y esto tiene una fuerza extraordinaria. El político no puede estar en tantas cosas, debería querer la ayuda del privado y darle esta confianza, y después que el privado tenga la capacidad de devolver a la sociedad parte de lo que la sociedad le ha dado. Fíjate, muchas de mis piezas que hay en Barcelona son regalos: la del Hospital Sant Joan de Déu, la del Clínic y la de delante del Palau de la Música. Yo también creo que debo dar, si me lo piden. En esto, deberíamos aprender un poco de Estados Unidos.

©Enrique Marco ©Enrique Marco

¿Cómo afronta el futuro? ¿Tiene previsto crear una fundación, como hicieron aquí dos de los artistas que admira, Miró y Tàpies?

No sé, sí, me gustaría… Yo adoraba a Miró y tenía mucha estima por Tàpies. Me ayudó mucho, fue muy buen amigo. Recuerdo que un día su hijo me dijo: “Jaume, mi padre quiere hablar contigo”. Fui a su casa y le llevé el mejor catálogo que me habían hecho. Estuvimos hablando un buen rato, fue muy agradable. Después, me acompañó a la puerta y me dijo: “Jaume, si no nos vemos más, que tengas mucha suerte”, y murió al cabo de poco tiempo. Era un hombre que tenía una capacidad intuitiva extraordinaria, tengo recuerdos maravillosos con él.

A Miró no lo conocí. En mi infancia artística, Miró y Calder fueron mis ídolos. La gente me dice: “¡Pero si no te pareces a ellos en nada!”. Ellos me enseñaron actitudes, que son importantísimas, y con estas actitudes a mí me sale hacer otra cosa. ¡He aprendido mucho de ellos! Hay artistas que tienen esa capacidad de dejar un legado inevitable. Claro, cuando tú me preguntas esto, yo no sé si soy este tipo de artista. A veces no sé muy bien si, después de mí, todo desaparecerá. Me gustaría pensar que esto [abre los brazos para abarcar todo el estudio] sirve de algo, pero no lo sé muy bien. El arte te crea una inseguridad absoluta.

¿Cómo le afecta la reacción del público?

Es muy emocionante. Julia tenía que estar un año instalada en la plaza Colón de Madrid, y ya lleva cinco… porque la gente pide que no la quiten. Lo mismo ha ocurrido con Carmela del Palau de la Música, y con Nomade, en Antibes. Me ha ocurrido en muchos sitios, y siempre me produce una gran satisfacción. Ahora, cuando esto se acaba, ya te estás preocupando por la próxima: la escultura que todavía no he hecho es la que más me excita, porque creo que será la buena, ¡por fin será la buena!

¿Y cómo se toma las críticas?

No leo ni las buenas ni las malas. Normalmente, lo lee todo Laura. Prefiero no hacerlo. No quiero que me condicione. Seguro que hay gente en desacuerdo, están en su derecho, pero yo también tengo derecho a hacer lo que me parece; por tanto, no veo ningún conflicto. ¡El problema real lo tengo cada mañana cuando entro en el estudio!

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