Acelerar los cambios para un nuevo modelo energético

Il·lustració. ©David Sierra

Después de 30 años de políticas para reducir las emisiones, se empiezan a ver resultados. La desinversión en combustibles fósiles es una realidad, aunque la inversión en renovables no es suficiente. Sin embargo, lo que ahora hace falta es poner el foco en quién controlará el futuro almacenamiento eléctrico y en cómo son las concesiones hidroeléctricas, algo necesario para garantizar la flexibilidad en un entorno de generación de fuerte penetración de electricidad renovable, que depende de los flujos atmosféricos, el viento y el sol.

Si tenemos que poner una fecha de inicio a las políticas climáticas con visualización mediática, posiblemente todos estaremos de acuerdo en que fue en 1992 con la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. De allí saldrían los primeros compromisos para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, como el Protocolo de Kioto y el mercado de emisiones de gases de efecto invernadero. Pocos años después, Canadá rompería sus compromisos cuando decidió priorizar la explotación de las tierras bituminosas de Alberta, un petróleo tipo chapapote que, para su obtención, requirió una destrucción de la biodiversidad sin paliativos. En 2015, en la Conferencia de las Partes en París se renovaron los compromisos para una mayor ambición climática, firmados por casi 200 estados. Poco tiempo después, la Administración Trump de Estados Unidos, igual que había hecho Canadá unos años antes, se retractaba, con el lema “Energy First” [la energía, primero] como argumento principal.

Estas decisiones de países democráticos nos señalan el estrecho vínculo entre la descarbonización de la economía, la seguridad energética y la energía a precios competitivos, imprescindible para garantizar la viabilidad de las empresas, los puestos de trabajo y el estado del bienestar.

No es casual el intento de la Comisión Europea de liderar las energías renovables, cuando la Unión Europea tiene una dependencia energética del exterior de cerca del 80% de los recursos que necesita para mover su economía y garantizar las políticas sociales. Los estados de la Unión no tienen petróleo ni gas, y el carbón debe dejarse enterrado bajo tierra para evitar la aceleración del calentamiento global.

Con este escenario de dependencia energética externa, no tendríamos que esperar encontrar a demasiados políticos europeos mínimamente informados que, siguiendo la moda negacionista, rompan sus compromisos climáticos en pro de la seguridad energética. No parece del todo inteligente defender los intereses de los países productores de combustibles fósiles foráneos en la Unión Europea que, cuando les conviene, cierran el grifo o hacen pagar el gas y el petróleo a precios que dejan a Europa fuera de juego.

Cabe decir que, después de 30 años de políticas de compromisos para reducir las emisiones, cumbres climáticas, asambleas por el clima con liderazgos políticos y mediáticos…, se empiezan a ver resultados. La desinversión en combustibles fósiles —y no solo en el carbón, también en gas y petróleo— es una realidad. Desgraciadamente, la inversión en renovables, aunque elevada, no va a un ritmo suficiente. Con el rápido incremento de la demanda energética para la recuperación de la actividad económica tras la covid-19, se ha desequilibrado la balanza de la oferta y la demanda de recursos energéticos.

Esta escasez se evidenció por primera vez en verano de 2021, cuando los telediarios nos informaban diariamente de la escalada del precio del mercado mayorista de la electricidad. En menos de un mes, se situaron en los valores récord que se habían alcanzado en enero de 2021, asociados a la fuerte depresión atmosférica Filomena, que se produjo en un largo período de temperaturas muy bajas, nevadas y ausencia de viento. La escalada de los precios de agosto de 2022 por la escasez de gas natural en los mercados se ha visto acompañada de las imágenes de pantanos que, en pleno verano, se han vaciado para turbinar agua hacia la generación de electricidad. Lo que se denominan “costes de oportunidad” suponen unos ingresos desorbitados para los propietarios de centrales hidroeléctricas, que utilizan un bien público (el agua) para subir los precios de la electricidad.

Los beneficios caídos del cielo han sido ampliamente denunciados por think tanks, como Economistas Frente a la Crisis o la Fundación Renovables desde hace tiempo, pero sin que llegara a los medios ni al conocimiento del gran público. Ahora han pasado a estar en boca de todos, incluso un año después de que la Comisión Europea negara su existencia. En la comunicación del pasado mes de mayo REPowerEU: por una energía asequible, segura y sostenible, se reconoce abiertamente la existencia de “beneficios caídos del cielo” y de sobrerretribuciones millonarias, con un traspaso de rentas de la ciudadanía hacia las grandes empresas energéticas que ostentan un fuerte poder de mercado.

Dicen que de toda crisis nace una oportunidad. Los embalses de agua suponen el principal sistema de almacenamiento de la electricidad. La lógica dice que el uso de un bien público como es el agua debería utilizarse para bajar los precios de la electricidad, un servicio esencial para la ciudadanía. Pero ahora ya sabemos que no es así. La discusión sobre qué hacer con las concesiones hidroeléctricas ha vuelto a ganar relevancia, pero, desgraciadamente —y no voy a entrar a valorar las prolongaciones de concesiones a dedo del pasado reciente—, la mayor parte de las grandes centrales hidroeléctricas quedarán en manos de las grandes eléctricas todavía durante muchos años.

Sin embargo, donde hace falta poner el foco es en quién controlará el futuro almacenamiento eléctrico que requeriremos para garantizar la flexibilidad necesaria en un entorno de generación de fuerte penetración de electricidad renovable, que depende de los flujos atmosféricos, el viento y el sol.

De hecho, ya se están viendo iniciativas privadas para obtener concesiones para la construcción de futuros embalses reversibles. ¿Bombearán agua cuando la electricidad sea muy barata —en momentos de mayor oferta que demanda— y la turbinarán cuando les convenga para ganar más dinero? ¿O bien, cuando sea necesario para bajar el precio de la electricidad? Es aquí donde llega el momento de la política.

Il·lustració. ©David Sierra Ilustración. ©David Sierra

Dudo que, en su programa electoral, ninguno de los partidos que se presentan en las próximas elecciones estatales se posicione respecto al control del almacenamiento eléctrico. Y, en realidad, se trata de una decisión que marcará la competitividad de la economía en un futuro no muy lejano, cuando el 60% de la electricidad generada sea eólica o fotovoltaica. Esto podría ser antes de que acabe la década actual. La decisión debe tomarse muy pronto, ya que se trata de proyectos con un fuerte impacto en el territorio, que requerirán años para autorizarse y construirse. Sus inversores y la sociedad deberíamos conocer las reglas del juego.

El Gobierno de Catalunya ya se ha manifestado. Este mes de octubre se han aprobado los estatutos de la energética pública Energies Renovables Públiques de Catalunya, en que se contempla la inversión, la gestión y el control del almacenamiento, así como la conducción de las concesiones hidroeléctricas de las cuencas internas que caduquen hacia la energética pública. En otros términos: el Gobierno de la Generalitat ha aprobado que las instalaciones de almacenamiento eléctrico, absolutamente estratégicas, puedan estar bajo el control público.

Desgraciadamente, si de las crisis salen oportunidades, a menudo todavía salen más oportunistas, que aprovechan los momentos de desconcierto para generar dudas. De hecho, casi todo el mundo está de acuerdo con los objetivos climáticos a muy largo plazo. Ahora bien, para el presente y el futuro inmediato existe bastante más discrepancia. Hoy son muchas las voces que afirman que hay que volver a invertir en petróleo, gas y carbón, pero evidentemente no utilizan los clásicos argumentos de los negacionistas climáticos. Ahora se lanzan mensajes como que la ciencia todavía tiene mucho trabajo por hacer, que no es necesario invertir los recursos públicos en nuevas tecnologías todavía no probadas y que quedan muy lejos de ser comerciales… En definitiva, argumentos para invertir en tecnologías de combustibles fósiles no faltarán y, además, el terreno se ha abonado bien con la guerra de Ucrania. Tenemos enfrente una nueva ola de negacionistas climáticos, los llamados retardistas.

Mientras nos convencen de que hay que invertir sumas astronómicas en la captura del CO2 de la atmósfera, y mientras investigamos en tecnologías de futuro (un futuro que siempre es 50 años más adelante) como la fusión nuclear, por el mundo pasan cosas muy interesantes que nos indican que el camino a seguir es el de acelerar la transición energética hacia las energías renovables y la electrificación del transporte. Además, esta apuesta también da respuesta a la mayor crisis de la especie humana, el cambio climático, que desgraciadamente ahora ha pasado a un segundo plano.

De hecho, la reflexión que debe hacerse es la contraria. Si no hubiéramos detenido la apuesta por las renovables a principios de la década de 2010, ¿alguien duda que ahora afrontaríamos mejor la crisis energética? Yo no tengo ninguna duda. De hecho, ahora son muchas las administraciones que, estupefactas por la necesidad de triplicar el presupuesto del año 2023 para la compra de energía, quieren soluciones de choque inmediatas. Pero lo tenemos complicado. Ni la ley de contratación del sector público es ágil ni los que supervisan su aplicación son proclives a las innovaciones legislativas a golpe de Real Decreto-ley. Algo parecido podríamos decir con las ordenanzas municipales que no permiten los techos solares “porque hacen feo”, y obvian que es más “feo” pasar hambre por tener que hacer frente al recibo de la luz.

Más allá de que haya quien aproveche la turbulencia de toda transición para intentar abrazar de nuevo los combustibles fósiles, por el mundo —y también en nuestro país— pasan cosas muy interesantes y estimulantes que nos alejan del apocalipsis y el colapso que algunos proclaman y nos acercan a una transformación del modelo energético. Más allá de pasar de los combustibles fósiles a las renovables, permiten un giro copernicano en el control y la propiedad de la energía, empoderan a la ciudadanía y las pymes, reducen el precio de la energía y nos hacen independientes de países de fuera de la Unión Europea. Esta apuesta, además, va en el mismo sentido que la lucha contra el cambio climático y la mejora de la calidad del aire que respiramos, ya que elimina la combustión de combustibles fósiles.

Cosas que pasan: techos solares

En 2018, el autoconsumo compartido, o los techos solares fotovoltaicos colectivos, estaba prohibido en el Estado español, y los techos solares individuales debían hacer frente a la amenaza de un impuesto al sol. La tramitación administrativa para obtener un permiso para un par de placas solares en el tejado tendía a la aberración. En caso de tener la intención de conectar la instalación a la red eléctrica, ya podías esperar sentado.

Al finalizar el mes de noviembre del 2022, en Cataluña había 50.000 techos solares, la mitad de los cuales se han instalado a lo largo de este año. Techos con cerca de 400 MW instalados —una central nuclear tiene 1.000 MW— que, en el suelo, ocuparían 700 hectáreas de suelo no urbanizable que entraría en competencia con la actividad agraria. Un total de 400 MW de generación eléctrica bajo el control de la ciudadanía y de las pequeñas y medianas empresas, sin ineficiencias por la pérdida del transporte y la distribución de la electricidad. De hecho, 400 MW es la potencia de una central de ciclo combinado, como las del Puerto de Barcelona o las del Fòrum, pero los ciclos combinados solo utilizan el 50% de la energía para producir electricidad, ya que el resto se pierde en calor (cosas de las leyes de la termodinámica). En cambio, los techos solares no sufren pérdidas de transformación (cosas del efecto fotoeléctrico). Ahora habrá que prestar atención al autoconsumo colectivo, herramienta clave en entornos urbanos de alta densidad de población, donde los bloques de pisos con techo limitado son frecuentes.

Cosas que pasan: los parques solares y eólicos sobre el terreno

En Cataluña, en noviembre de 2022 había 90,4 MW de potencia fotovoltaica instalada sobre el terreno, una cifra a la que se ha llegado desde que en 2004 se aprobó el primer Real Decreto de impulso de esta tecnología renovable de generación eléctrica. Hasta el mes de noviembre de 2022, la Dirección General de Energía del Gobierno de Cataluña había autorizado 32 nuevos parques fotovoltaicos con una potencia de 80,5 MW: en menos de un año, se ha autorizado el 85% de toda la potencia acumulada en los últimos veinte años.

Son proyectos pequeños y medianos (de 2 a 8 ha de terreno de suelo no urbanizable) conectados a la media tensión, que acercan el consumo a la generación reduciendo las pérdidas y las inversiones en red de transporte. Proyectos que incrementan la resiliencia de la red y la calidad del suministro eléctrico y que permiten mallar una red de municipios interconectados con generación renovable. Además, para las inversiones necesarias, asumibles de forma colectiva por ciudadanos y pequeñas y medianas empresas, estos proyectos serán la base de las comunidades de energías renovables.

Cosas que pasan: el coche eléctrico

El coche eléctrico es mucho más que un medio de transporte; es también una forma de almacenar electricidad y de introducir flexibilidad en un sistema eléctrico que tiene cada vez más presencia de fuentes de generación dependientes de la meteorología. Los aparcamientos comunitarios de las ciudades, si se dotan de infraestructura de recarga inteligente, pueden convertirse en una gran batería virtual de gestión de energías renovables. Esta necesidad de aportar flexibilidad resulta esencial. En la ciudad de Barcelona, hoy lo hacen los ciclos combinados de gas natural fósil.

Las ciudades y las zonas metropolitanas densas lo tienen muy difícil para generar energía de kilómetro cero, sencillamente porque no hay espacio suficiente. Sin embargo, el gran volumen de coches estacionados, si los ordenamos en aparcamientos con recarga inteligente, se convertirán en un activo de flexibilidad tanto o más importante que la generación renovable local.

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